San Ignacio de Antioquía

Vida

Fue el segundo obispo de Antioquía, después de San Pedro. Conoció y trató a San Pedro y a San Pablo. Fue el mismo Pedro quien lo consagró obispo. Murió mártir en Roma, en el año 107, bajo el reinado de Trajano. No murió en una persecución en regla: sólo fue un regalo que la autoridad romana de Antioquía quiso hacer a Trajano con motivo de su victoria en Dacia. Yendo camino de Roma para sufrir martirio, fue muy bien acogido por diversas comunidades cristianas, que lo trataron con gran veneración, como si fuese el mismo Cristo. Como muestra de agradecimiento, San Ignacio les escribió diversas cartas, ricas en consejos y enseñanzas.Fue un hombre de carácter ardiente[1], con fuerte personalidad, y extraordinariamente ejemplar. Se daba a sí mismo el nombre de Teóforo (portador de Dios).

Obras

Durante el mencionado viaje a Roma, escribió 7 cartas: a Éfeso, Magnesia, Tralia, Filadelfia, Esmirna, Roma y a Policarpo (obispo de Esmirna).Redactó las tres primeras en Esmirna. Agradece en ellas las muestras de simpatía y los cuidados que tuvieron con él. Exhorta a la obediencia y les previene contra las herejías.Escribió a Roma también desde Esmirna, para que no se esforzaran por salvarle la vida. Esta carta, como ahora veremos, es la más importante.Redactó las tres últimas en Tróade. Allí conoció el cese de la persecución en Antioquía y pide que envíen legados a esa ciudad para que feliciten a los cristianos por la paz reconquistada. Les insiste en la unidad en la fe y en la obediencia al obispo. A Policarpo le da consejos especiales[2], pues era obispo de Esmirna: le habla particularmente de fortaleza, aconsejándole que se mantenga firme.El estilo de las cartas es sencillo y profundo, ardoroso y sin retórica. Suministran ricos datos sobre las primitivas comunidades, y son muy importantes para la historia de los dogmas. El papa Benedictos XVI en su audiencia del miércoles 14 de marzo de 2007 nos hacía ver que «Leyendo esos textos se percibe la lozanía de la fe de la generación que conoció a los Apóstoles. En esas cartas se percibe también el amor ardiente de un santo. Por último, desde Tróada el mártir llegó a Roma, donde, en el anfiteatro Flavio, fue dado como alimento a las bestias feroces. Ningún Padre de la Iglesia expresó con la intensidad de san Ignacio el deseo de unión con Cristo y de vida en él. Por eso, hemos leído el pasaje evangélico de la vid, que según el Evangelio de san Juan, es Jesús»

La cuestión ignaciana es una polémica que levantaron los protestantes con la intención de negar la autenticidad de estas cartas en las que se refleja netamente –contra lo que quisieran ellos- la antigüedad apostólica del episcopado monárquico. El motivo concreto fue que, en muchos manuscritos medievales, aparecían mezcladas las cartas de San Ignacio con otras seis cartas claramente espurias. La cuestión quedó zanjada con el descubrimiento de códices antiguos que traían sólo las auténticas, confirmando así el testimonio de Policarpo –contemporá­neo de San Ignacio, que cita las cartas.

Doctrina teológica

Constitución jerárquica de la Iglesia. En las cartas de San Ignacio ya aparece claramente estructurada la jerarquía de la Iglesia. Distingue –dentro de la jerarquía entre obispos, presbíteros y diáconos. Al frente de cada comunidad de fieles hay un solo obispo[3]; el conjunto de los presbíteros es como su senado. La existencia de una neta jerarquía en el año 107 implica que es de institución divina: ya del Señor por sí mismo, ya del Señor por medio de los apóstoles[4].San Ignacio explica ampliamente las funciones de los tres grados de la jerarquía. Del obispo dice que tiene el lugar de Dios, y todos han de someterse a él como al Señor. El obispo puede actuar a se, sin los sacerdotes; y todo lo que se haga en su territorio ha de hacerse con su beneplácito: bautizar, casar, celebrar la Eucaristía, etc. El obispo tiene especialmente la misión de rechazar a los herejes, de poner paz, de cuidar de todos (viudas, esclavos, esposos, etc.) tanto espiritual como materialmente. Los presbíteros son el senado del obispo: han de estar unidos a él, ayudarle en sus funciones, animarle, etc. Los diáconos, inferiores a los sacerdotes, son como ministros o ayudantes. Los restantes fieles han de estar unidos por la fe y unidos a la jerarquía, especialmente al obispo.

El primado de Roma. La carta a los romanos es una muestra patente de la superioridad de Roma sobre las restantes comunidades. A éstas escribe en el tono de un igual o de un relativo superior (era como el primado de Oriente, sucesor de San Pedro); por esto, se permite darles consejos. A Roma, por el contrario, escribe con sumisión, no da consejos, y dice ser un esclavo, un condenado. Recuerda que Roma está fundada sobre Pedro y Pablo.Explica que la Iglesia de Roma está «puesta a la cabeza de la caridad»[5]. Esto no quiere decir que sea la más generosa, sino que está al frente de toda la Iglesia y preside toda la vida cristiana (ágape). También dice que esta Iglesia preside en la capital del territorio de los romanos; evidentemente, no se preside a sí misma, sino a las restantes comunidades cristianas. Además, les ruega que mientras que la Iglesia antioquena esté sin obispo, Cristo y ellos hagan de obispo.En esta carta habla de que la Iglesia es católica, universal: es la primera vez que se aplica este adjetivo a la Iglesia. Además, la llama «el lugar del sacrificio», haciendo alusión a la Eucaristía.

Cristología. Ya en su época corrían algunas herejías sobre Cristo. Los judaizantes pretendían que había que seguir practicando el judaísmo para salvarse, haciendo así vana la Encarnación. Los docetas, por considerar mala la materia, sostenían que Cristo no había tomado verdadera carne, sino sólo una apariencia. San Ignacio los atacó duramente: enseña claramente que Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre[6], hijo de Dios e hijo de María, impasible y pasible. Al hablar de la Eucaristía emplea la expresión «carne de nuestro Salvador Jesucristo».

La vida espiritual. Resume la doctrina paulina de la unión con Cristo y la de San Juan de vivir en Cristo, diciendo que hay que imitarle como Él imitó al Padre eterno. A los romanos escribe: «permitidme ser imitador de la pasión de mi Dios». La disposición para el martirio es la perfecta imitación de Cristo[7]; por tanto, es la perfección cristiana y un verdadero ser discípulo de Cristo.Explica la inhabitación de Cristo en el alma. El vivir y ser en Cristo, el identificarse con Cristo, no lo entiende como algo abstracto, sino que se realiza cuando estamos unidos a la jerarquía y participando de los sacramentos; de modo muy especial mediante la recepción de la Eucaristía


[1] Texto 1

[1] «No os hagáis ilusiones, hermanos míos. Los que corrompen una familia, no heredarán el reino de Dios» (SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Carta a los efesios 16).

[2] Texto 2

[2] «Yo te exhorto, por la gracia de que estás revestido, a que aceleres el paso en tu carrera, y a que exhortes tú, por tu parte, a todos para que se salven. Desempeña el lugar que ocupas con toda diligencia, de cuerpo y de espíritu. Preocúpate de la unión, mejor que la cual nada existe. Llévalos a todos sobre ti, como a ti te lleva el Señor. Sopórtalos a todos con espíritu de caridad, como ya lo haces. Persevera sin interrupción en la oración. Pide mayor inteligencia de la que tienes. Está alerta, apercibido de espíritu que desconoce el sueño. A los hombres del pueblo háblales al estilo de Dios. Carga sobre ti, como perfecto atleta, las enfermedades de todos» (SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Carta a San Policarpo 2).

[3] Texto 3

[3] «Seguid todos al obispo como Jesucristo (sigue) a su Padre, y al presbiterio como a los apóstoles; en cuanto a los diáconos, respetadlos como a la ley de Dios. Que nadie haga al margen del obispo nada en lo que atañe a la Iglesia» (SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Epístola a los de Esmirna 8, 1; citado por CEC 896).

[4] Texto 4

[1] «Necesario es, por tanto, como ya lo practicáis, que no hagáis cosa alguna sin contar con el obispo; antes someteos también al colegio de los presbíteros, como a los Apóstoles de Jesucristo, esperanza nuestra, en quien hemos de encontrarnos en toda nuestra conducta» (SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Epístola a los de Tralia 2).

[5]

[5] Texto 5 SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Epístola a los Romanos, 1, 2

[6] Texto 6

[6] «Estáis firmemente convencidos acerca de que nuestro Señor es verdaderamente de la raza de David según la carne (cf Rm 1, 3), Hijo de Dios según la voluntad y el poder de Dios (cf Jn 1, 13) nacido verdaderamente de una virgen… Fue verdaderamente clavado por nosotros en su carne bajo Poncio Pilato… padeció verdaderamente, como también resucitó verdaderamente» (SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Epístola a los de Esmirna 1; citado en CEC 496).

[7] Texto 7

[7] «Escribo a todas las iglesias y les dejo bien claro que voy de buen grado a morir por Dios, si es que vosotros no lo impedís. Os ruego que no tengáis conmigo una benevolencia inoportuna. Dejadme ser pasto de las fieras. Por ellas me será dado llegar a Dios. Trigo soy de Dios y he de ser molido por los dientes de las bestias para que resulte puro pan de Cristo» (SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Epístola a los romanos 4; citado parcialmente en CEC 2473).«No me servirá nada de los atractivos del mundo ni de los reinos de este siglo. Es mejor para mí morir (para unirme) a Cristo Jesús que reinar hasta los confines de la tierra. Es a Él a quien busco, a quien murió por nosotros. A Él quiero, al que resucitó por nosotros. Mi nacimiento se acerca…» (Idem, 6; citado en CEC 2474).

Videos con alegría

Os presento este video  que me ha gustado especialmente  por su sencillez y la alegría que comunica, pero es bueno que sepáis que forma parte de un grupo de 25 videos que podéis ver en esta dirección http://es.youtube.com/videosopusdei

Published in: on marzo 10, 2008 at 4:44 pm  Deja un comentario  
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San Clemente Romano

San Clemente fue el cuarto obispo de Roma, después de Pedro, Lino y Cleto. Su pontificado duró desde el 92 al 101, según narra San Ireneo en su Adversus hæreses. No se sabe apenas nada seguro de su vida. A partir de sus escritos y de algunos pocos datos externos, se conjetura que era un judío helenista, con un buen conocimiento de las Escrituras y cierta formación filosófica. Tradicionalmente se le ha puesto en relación con los Flavios, la familia de los emperadores Tito y Vespasiano. Algunos suponen que estuvo al servicio de esa familia, pues eso explicaría el detallado conocimiento que San Clemente tenía de la vida militar, y su respeto y preocupación por las instituciones y autoridades romanas.

Conoció y trató a San Pedro. La Iglesia lo venera como mártir: narra una antigua tradición que primero fue desterrado al Quersoneso, y luego condenado a morir ahogado, atándole al cuello un ancla de hierro y arrojándolo al mar.

Epístola a los corintios

Es la única obra que conservamos de San Clemente. Se trata de una carta bastante larga, que consta de 65 capítulos. Fue compuesta poco tiempo después de la persecución de Domiciano (95-96), es decir, hacia los años 96-97 o, como muy tarde, en el 98. Al igual que la Didaché, es anterior a los últimos escritos del Apóstol Juan y gozó de alta estima como lo avala las citas numerosas del CEC[1]

y de la Liturgia de las Horas. Efectivamente es un texto de notable importancia para la historia del papado y, además, es de gran calidad literaria. Hay otras cartas atribuidas a San Clemente, pero no son auténticas.

El motivo que provocó esta carta fueron las disputas surgieron entre los cristianos de Corinto. El papa Benedicto XVI nos presenta esta Carta de su amado “Obispo de Roma” del primer siglo

Contenido: La carta se divide en cuatro partes.

i) Presentación (caps. 1 a 3): describe el estado floreciente de la Iglesia en Corinto[2]

y las virtudes de esos cristianos; pero señala también la existencia de recientes rencillas internas, nacidas de la envidia, que trastornaron su floreciente paz.

ii) Los males de la envidia y el bien de la humildad (caps. 4 a 36): sirviéndose de ejemplos del Antiguo Testamento (Caín, los hermanos de José…) y de la reciente ejecución de San Pedro y de San Pablo[3]

, señala San Clemente el carácter destructor de la envidia y mueve a sus lectores a la penitencia, a la obediencia, a la hospitalidad, a la humildad y a la mansedumbre, como medios para superar los males que engendra la envidia. No sólo se sirve de ejemplos tomados de las Escrituras, sino del mismo universo inanimado, que guarda el orden impuesto por Dios y sigue sus mociones. La parte final de esta sección se detiene en consideraciones sobre la santidad de vida del cristiano y la esperanza de la resurrección.

iii) Necesidad de conservar la unidad (caps. 37 a 61): aludiendo al caso concreto de Corinto, San Clemente hace ver la necesidad de la unidad, basada en la caridad fraterna y exhorta a cada uno a cumplir su misión en el lugar que se le ha designado. Para reconquistar la unidad, insiste San Clemente en la penitencia por los pecados y en la abnegación por el bien del prójimo y la “gran oración” por las autoridades, aunque sean perseguidores, como Cristo nos enseñó.

iv) Recapitulación (caps. 62 a 65): resume en pocas líneas el contenido de la carta y manifiesta el deseo de que pronto alcance el efecto para el que fue escrita.

Enseñanzas: la Epístola de San Clemente –además de la riqueza de sus enseñanzas morales– aporta datos decisivos para la historia de la Iglesia, sobre todo teniendo en cuenta que el autor es un testigo ocular. Dice que Pedro vivió en Roma, que allí predicó y murió mártir. De San Pablo dice que estuvo en España predicando. Narra la persecución de Nerón, detallando que murieron muchos cristianos, entre ellos bastantes mujeres, y que además fueron sometidos a tortura.Uno de los puntos más interesantes de la carta es el relativo a la jerarquía y al primado.

Expone explícitamente la doctrina de la sucesión apostólica[4]

: la comunidad no puede deponer a los presbíteros, ya que el poder de la jerarquía no viene del pueblo, sino de Dios a través de Cristo y de los Apóstoles, no de los demás fieles.

En la tercera parte señalada, se tratan cuestiones relativas a la administración de los sacramentos, distinguiendo claramente entre jerarquía y laicado. Dentro de la jerarquía sólo se mencionan los episcopoi (supervisores, jefes) y los diaconoi (ministros, ayudantes). Dentro de los primeros estarían incluidos tanto los obispos como los presbíteros, pues es claro que la terminología que utiliza aún no está acuñada definitivamente. Pide también oraciones por todas las autoridades y contiene extensas plegarias eucarísticas.


[1] Texto 1

[1] «Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos cuán preciosa es a su Padre, porque, habiendo sido derramada para nuestra salvación, ha conseguido para el mundo entero la gracia del arrepentimiento» (SAN CLEMENTE ROMANO, Epístola a los Corintios 7, 4; citado por CEC 1432).

[2] Texto 2

[2] «Pensad ahora quiénes son los que os han desviado y han hecho disminuir el prestigio de vuestra celebrada fraternidad. Queridos: es en extremo vergonzoso e indigno de vuestra conducta cristiana que se diga que la firmísima y antigua iglesia de Corinto, por un par de fantoches, se ha sublevado contra los presbíteros. Tal noticia no sólo ha llegado a nosotros, sino también a quienes disienten de nosotros, de manera que por vuestra insensatez, se blasfema el nombre del Señor y os ponéis a vosotros mismos en peligro» (SAN CLEMENTE ROMANO, Epístola a los corintios 47, 4-7).

[3] Texto 3

[3] Miremos a los buenos apóstoles. Estaba Pedro, que, por causa de unos celos injustos, tuvo que sufrir, no uno o dos, sino muchos trabajos y fatigas, y habiendo dado su testimonio, se fue a su lugar de gloria designado. Por razón de celos y contiendas Pablo, con su ejemplo, señaló el premio de la resistencia paciente. Después de haber estado siete veces en grillos, de haber sido desterrado, apedreado, predicado en el Oriente y el Occidente, ganó el noble renombre que fue el premio de su fe, habiendo enseñado justicia a todo el mundo y alcanzado los extremos más distantes del Occidente; y cuando hubo dado su testimonio delante de los gobernantes, partió del mundo y fue al lugar santo, habiendo dado un ejemplo notorio de resistencia paciente. (SAN CLEMENTE ROMANO, Epístola a los corintios 5, 4-7). 

[4] Texto 4

[4] «Los Apóstoles nos predicaron el Evangelio de parte del Señor Jesucristo; Jesucristo fue enviado de Dios. En resumen: Cristo de parte de Dios, y los Apóstoles de parte de Cristo. Una y otra cosas, por tanto, sucedieron ordenadamente por voluntad de Dios. Así pues, habiendo los Apóstoles recibido los mandatos y plenamente asegurados por la Resurrección del Señor Jesucristo, y confirmados en la fe por la palabra de Dios, salieron, llenos de la certidumbre que les infundió el Espíritu Santo, a dar la alegre noticia de que el reino de Dios estaba para llegar. Y así, según pregonaban por lugares y ciudades la buena nueva y bautizaban a los que obedecían al designio de Dios, iban estableciendo a los que eran primicias de ellos –después de probarlos por el Espíritu por obispos y diáconos de los que habían de creer» (SAN CLEMENTE ROMANO, Epístola a los corintios 42).

Didaché

El título latino de esta obra es Doctrina apostolorum. A veces, se le da un título más completo: Instrucción del Señor a los gentiles por medio de los doce Apóstoles, que parece ser el primitivo. Fue descubierta en el siglo XIX, y publicada por primera vez en 1883. Es un medio insustituible para conocer la primitiva Iglesia.

Esta obra es un breve resumen de la doctrina católica, con indicaciones litúrgicas y disciplinares. Contiene, entre otras cosas, lo que debían saber los catecúmenos antes de bautizarse. Siempre gozó de gran autoridad, aunque no sea considerada escrito canónico.

Autor: no es toda del mismo autor, aunque sí la mayor parte. Se nota la presencia de algunas añadiduras. El nombre del autor es totalmente desconocido.

Fecha: Se ha discutido mucho sobre la fecha de su composición. Se puede tener como seguro que fue escrita entre los años 80 y 100. Es, pues, anterior a los últimos escritos del Nuevo Testamento.

Contenido: tiene 16 capítulos, divididos en tres partes y una conclusión

Capítulos 1 a 6: esta primera parte es una catequesis moral, que contiene el modo de instruir a los catecúmenos. Expone la doctrina siguiendo una imagen tradicional entre los judíos y los griegos: las dos vías, una del bien y otra del mal.[1] El segundo capítulo trata del el amor a los demás[2].

Capítulos 7 a 10: esta parte es una exposición de los sacramentos. Habla del bautismo, que se solía administrar por inmersión, aunque excepcionalmente se hacía por infusión. Exige el ayuno antes de bautizarse y, en general, los ayunos de los miércoles y viernes, en oposición a los judíos, que ayunaban los lunes y jueves. Incluye las preces eucarísticas más antiguas que se conservan; habla de la Eucaristía como manjar y como bebida y dice textualmente que es sacrificio. Sobre la penitencia explica que hay que confesarse antes de recibir la Eucaristía [3]. (cfr. caps. IV,14; IX,5; XIV,1).

Capítulos11 a 15: esta tercera parte es un conjunto de normas disciplinares. Trata de las obligaciones respecto a la jerarquía, a los apóstoles y a los predicadores. Por ejemplo, indica que hay que darles el diezmo de todo. Pone en guardia con­tra los pseudo profetas, que quieren aprovecharse de la buena voluntad de los fieles. Enseña los deberes de la verdadera caridad: socorrer al necesitado, atender al peregrino, etc. Insiste especialmente en que todos deben trabajar.

Respecto a la Iglesia, muestra claramente que no sólo es el conjunto de personas que se reúnen los domingos para rezar y celebrar la Eucaristía, sino que es un pueblo único y santo, que llega «hasta los confines de la tierra» (caps. IX,4 y X,5). Señala también cómo se han de elegir los obispos y explica el contenido y necesidad de la corrección fraterna que los fieles han de vivir entre sí[4].

iv) Capítulo 16: a modo de conclusión figura un último capítulo, en el que se habla de la venida del Señor y de las señales del fin del mundo, y exhorta a la vigilancia[5].



[1] Existen dos caminos, entre los cuales, hay gran diferencia; el que conduce a la vida y el que lleva a la muerte. He aquí el camino de la vida: en primer lugar, Amarás a Dios que te ha creado; y en segundo lugar, amarás a tu prójimo como a ti mismo; es decir, que no harás a otro, lo que no quisieras que se hiciera contigo. He aquí la doctrina contenida en estas palabras: Bendecid a los que os maldicen, rogad por vuestros enemigos, ayunad para los que os persiguen. Si amáis a los que os aman, ¿qué gratitud mereceréis? Lo mismo hacen los paganos. Al contrario, amad a los que os odian, y no tendréis ya enemigos (Didaché, cap 1)

[2] He aquí el segundo precepto de la Doctrina: No matarás; no cometerás adulterio; no prostituirás a los niños, ni los inducirás al vicio; no robarás; no te entregarás a la magia, ni a la brujería; no harás abortar a la criatura engendrada en la orgía, y después de nacida no la harás morir. No desearás los bienes de tu prójimo, ni perjurarás, ni dirás falso testimonio; no serás maldiciente, ni rencoroso; no usarás de doblez ni en tus palabras, ni en tus pensamientos, puesto que la falsía es un lazo de muerte. Que tus palabras, no sean ni vanas, ni mentirosas. No seas raptor, ni hipócrita, ni malicioso, ni dado al orgullo, ni a la concupiscencia. No prestes atención a lo que se diga de tu prójimo. No aborrezcas a nadie; reprende a unos, ora por los otros, y a los demás, guíales con más solicitud que a tu propia alma.( …) «Hijo mío: huye de todo mal y de cuanto se asemeje al mal. No seas iracundo, porque la ira conduce al asesinato. Ni envidioso, ni disputador, ni acalorado, pues de todas estas cosas se engendran muertes. Hijo mío, no seas codicioso, pues la codicia conduce a la fornicación. Ni deshonesto en tus palabras, ni altanero en tus ojos, pues de todas estas cosas se engendran adulterios (…). No seas mentiroso, pues la mentira conduce al robo (…). No seas murmurador, pues la murmuración conduce a la blasfemia (…).Sé, en cambio, manso, pues los mansos heredarán la tierra. Sé paciente y compasivo y sincero, y tranquilo y bueno y temeroso en todo tiempo de las palabras que oíste (…). Recibirás como bienes los acontecimientos que te sobrevengan, sabiendo que sin la disposición de Dios nada sucede» (Didaché, cap. 3)

[3] En cuanto al domingo del Señor, una vez reunidos, partid el pan y dad gracias después de haber confesado vuestros pecados para que vuestro sacrificio sea puro. Todo el que mantenga contienda con su compañero, no se reúna con vosotros hasta que se reconcilie, para que vuestro sacrificio no se profane. Pues a éste hay que referir lo dicho por el Señor: «En todo lugar y en todo tiempo me ofreceréis un sacrificio puro, porque soy rey grande, dice el Señor, y mi nombre es admirable entre los pueblos  (Didaché, XIV,1).

[4] Para el cargo de obispos y diáconos del Señor, elegiréis a hombres humildes, desinteresados, veraces y probados, porque también hacen el oficio de profetas y doctores. No les menospreciéis, puesto que son vuestros dignatarios, juntamente con vuestros profetas y doctores. Amonestaos unos a otros, según los preceptos del Evangelio, en paz y no con ira (Didaché, XV,1).

[5] Velad por vuestra vida; procurando que estén ceñidos vuestros lomos y vuestras lámparas encendidas, y estad dispuestos, porque no sabéis la hora en que vendrá el Señor. Reuníos a menudo para buscar lo que convenga a vuestras almas, porque de nada os servirá el tiempo que habéis profesado la fe, si no fuéreis hallados perfectos el último día.

Published in: on marzo 7, 2008 at 1:27 pm  Deja un comentario  
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Política religiosa del Imperio Romano

 

Los cristianos son hijos de su tiempo y se encuentran in­mersos en una situación política, que viene determinada por ser súbditos del Imperio romano. La estrecha unión de las religiones paganas antiguas con la vida de la polis va a generar dificultades no pequeñas para los cristianos, que no vivirán como los judíos formando «ghet­tos», sino integrándose en la vida ordinaria, como el resto de los ciuda­danos, según nos describe la Epístola a Diogneto (V, 4).

Los emperadores romanos exigían la práctica de la religión oficial romana, aunque eran tolerantes con los cultos indígenas de aquellos te­rritorios que estaban incorporados al Imperio. Llama la atención, sin embargo, que esa tolerancia no se empleara igualmente con el cristia­nismo.

El primer dato que tenemos de la conducta de los emperadores so­bre el cristianismo procede del año 35, según nos refiere el Prof. Ramos-Lissón, cuando Tiberio (14-37 d. C.) re­cibe una relación de Pilatos para que se diera a la nueva religión el esta­tuto jurídico de religio licita. Tiberio presenta esa propuesta al Senado, que no la acepta, por querer reivindicar celosamente sus prerrogativas. De todas formas, este Senatusconsultus del año 35 no se aplicará hasta que lo reasuma Nerón (54-68) en el año 63.La protección de Tiberio a los cristianos continuará con sus inme­diatos sucesores Calígula (37-41) y Claudio (41-54), aunque durante el gobierno de este último hubiera alguna actuación contra los cristianos por parte de los judíos (muerte de Santiago y arresto de Pedro).

Nerón (54-67) siguió, al principio, la misma política de sus antecesores, hasta el año 62, en el que cambia de actitud y aplica contra los cristianos y los estoicos el Senatusconsultus de Tiberio, acusándoles de «odio al género humano», según afirma Tácito (Hist., V, 5, 1). Se han esgrimi­do distintas hipótesis sobre los motivos desencadenantes de esta perse­cución. Conviene advertir también en esas fechas la existencia de una opinión pública adversa a los cristianos, como se confirma al leer 1 Pet 2, 12; 3, 13. 15-16 y 2 Tim 4, 10-16.

Con el advenimiento de la dinastía Flavia (68-96) al poder se des­arrolla para los cristianos un periodo de trato favorable hasta el año 95, aunque el odio y los prejuicios anticristianos de índole popular seguían existiendo. Algunos miembros de esta dinastía fueron cristianos: Tito Flavio Clemente, hermano de Vespasiano, y su mujer Flavia Domitila, y otra Domitila, nieta de Flavio Sabino. Por todo ello, no se compren­de bien la persecución de Domiciano en los años 95-96.

Una de las primeras actuaciones de gobierno que realizó el nuevo emperador Nerva (96-98), fue revocar las condenas a los cristianos y abolir la injusta extensión a ellos del fiscus iudaicus (Dión Casio, 68, 1, 1-2). Pero, pronto esta benevolencia de Nerva encuentra una oposi­ción cada vez mayor por parte de la clase política, que veía una incom­patibilidad entre las tradiciones romanas y los cristianos. Los intelec­tuales como Frontón, Celso, Apuleyo, etc. dedicarán acerbas críticas al cristianismo.

Con Trajano (98-117) se manifiesta el deseo de no secundar el vio­lento fanatismo popular anticristiano, como se puede deducir de su co­nocido rescriptum a Plinio, gobernador de Bitinia, estableciendo la normativa sobre los cristianos de manera que coinquirendi non sint. Con variantes, se puede situar en la misma línea otro rescriptum de Adriano (117-138) al procónsul de Asia Minucio Fundano.Antonino Pío (138-161) rompe con la tradición tolerante y ataca a los difusores de nuevas religiones. Los apologistas (Justino, Taciano, Teófilo y Tertuliano) reaccionarán defendiendo la antigüedad del cris­tianismo.

Más discutida por los historiadores es la postura de Marco Aurelio (161-180). Algunos lo juzgan como el primer perseguidor por­que este emperador entendía que los cristianos se inhibían de sus obli­gaciones políticas. Otros sostienen que tanto el emperador como un importante grupo de paganos confundían el cristianismo con el monta­ñismo fanático. Marco Aurelio, en 177, decreta la persecución de ofi­cio de los cristianos, como sacrilegi, cosa que antes no se hacía, si­guiendo la doctrina del rescripto de Trajano. Bajo el gobierno de Cómodo (180-192), hijo y sucesor de Marco Aurelio, la Iglesia gozó de paz en todo el Imperio, lo que permitió la conversión de toda clase per­sonas, también de gentes nobles y adineradas, según nos dice Eusebio de Cesárea {HE, V, 16, 19; V, 21 ss.).

La proclamación como emperador del africano-oriental Septimio Severo (193-211) por las legiones de Panonia, significó una profunda transformación para el Imperio en el terreno de la religión y del pensa­miento. Las divinidades orientales (Serapis, Hércules, Dionysios, y, so­bre todo, el Sol) se suman y se superponen a los dioses romanos del Pantheon. Este sincretismo religioso va a marcar la política religiosa de los Severos. Septimio Severo es considerado por los historiadores cris­tianos del siglo IV como un perseguidor consciente del cristianismo (HE, VI, 1). Algunos autores modernos le atribuyen un edicto persecu­torio, aunque otros no comparten esa tesis. En honor a la verdad, se tra­ta más bien de persecuciones esporádicas debidas a determinados gobernadores, alentados por el rechazo popular. Al lado de estas actua­ciones se pueden contabilizar otras, como la defensa que hace de algu­nos personajes cristianos de la clase senatorial, y que nos refiere Tertu­liano (AdScap., IV, 5).

El periodo que va de Caracalla (211-217) a Alejandro Severo (222-235) es de gran bonanza religiosa. Una muestra de tolerancia es el episodio del legado de Arabia que, deseando escuchar a Orígenes, lo manda llamar de un modo oficial con sendas cartas, una para el prefec­to de Egipto y otra para el obispo Demetrio de Alejandría. Las fuentes cristianas de los siglos III y IV hablan explícitamente del filo-cristianismo de Alejandro Severo y de su madre Julia Mammea.Maximino el Tracio (235-238) no fue un perseguidor, propiamente dicho, sino que se limitó a depurar la corte de servidores y amigos cris­tianos de su antecesor Alejandro. De Julio Felipe el Árabe (244-249) se llegó a decir en círculos cristianos que había abrazado la fe, según testi­monian Eusebio (HE, VI, 34; 36, 1-3; 41, 9) y Jerónimo (De vir. ill, 54).

La segunda mitad del siglo III vendrá marcada por la impronta persecutoria. Cuando Decio (249-251) llega al poder se produce una ruptura violenta con la tolerante política de Felipe el Árabe, impulsada, en gran medida, por los ambientes paganos más intolerantes. Con el edicto persecutorio del año 250 intentó el emperador no sólo consoli­dar las bases de la antigua tradición romana, sino también conseguir el favor de la opinión pública y del Senado. Sobre el desarrollo de la per­secución nos informa, con detalle, el epistolario de S. Cipriano de Cartago y de Dionisio de Alejandría. La persecución tuvo carácter general, así como la novedad burocrática de inscribir a quienes participaban en la supplicatio pagana. En África, la persecución fue especialmente dura con torturas y condenas a muerte. Hubo numerosos apóstatas (lapsi), que más tarde, a la muerte de este emperador, buscarían la re­conciliación con la Iglesia. S. Cipriano se vio obligado a convocar un sínodo en Cartago y a publicar su tratado De lapsis para resolver esta cuestión.

Tras los breves reinados de Gallo (251-253) y Volusiano (253), se proclama emperador a Valeriano (253-260), que asoció al poder a su hijo Galieno, y durante los tres primeros años se mostró favorable a los cristianos, pero la situación cambia inesperadamente en el año 257 con la publicación de un edicto contra los cristianos y -por vez primera-también contra la Iglesia, declarando su ilicitud. El edicto exigía que los miembros del clero sacrificaran a los dioses. Las causas de esta decisión imperial se deben, en gran parte, a la hostilidad de la aristocracia sena­torial, convencida del influjo del cristianismo en las catástrofes que aso­laban, por aquel entonces, al Imperio. La actitud instigadora de Macriano es la de un simple catalizador de la hostilidad social existente. En el año 258 lanza un segundo edicto que endurecía las sanciones con la pena de muerte y se extendía a los simples fieles. Entre las víctimas in­signes de la persecución señalaremos a S. Cipriano de Cartago y a S. Dionisio de Alejandría. En Hispania sufrió el martirio el obispo S. Fruc­tuoso de Tarragona.

Muerto el emperador en el año 260, su hijo Galieno (260-268) re­tira los edictos contra los cristianos y se dirige oficialmente a los obis­pos reconociéndoles una autoridad en la Iglesia. Es el fin de la ilegali­dad formal de la Iglesia. El cristianismo deja de ser una religio illicita porque la Iglesia, que lo profesa es reconocida por el Estado. Es una época de paz para la Iglesia que continuará con sus sucesores Claudio II (268-270) y Aureliano (270-275). En el año 272, estando Aureliano en Antioquía, tiene lugar una disputa por la sede episcopal de dicha ciudad entre Pablo de Samosata, quien ocupaba abusivamente la «casa de la Iglesia» desde el año 268 (porque había sido condenado por un sínodo), y Domno, obispo legítimo de Antioquía. El emperador resuel­ve la situación aplicando el decreto de Galieno, y declara que el edifi­cio pertenece al obispo legítimo.

En estas circunstancias comienza el reinado de Diocleciano (284-305). Los dieciocho primeros años de gobierno fueron de tolerancia para los cristianos, incluso en el palacio imperial éstos tenían una gran influencia. La emperatriz Prisca y su hija Valeria fueron catecúmenas. Ahora bien, el año 303 significó un cambio radical del emperador ha­cia los cristianos. La gran expansión del cristianismo en las clases su­periores y en el ejército fue motivo de preocupación entre los fanáticos del paganismo, especialmente numerosos entre los sacerdotes paganos. En el año 293 Diocleciano había realizado una amplia remodelación del gobierno imperial con su famosa tetrarquía, asociando a Galerio como César con derecho a sucesión de la parte oriental del Imperio. Fue precisamente Galerio, cargado de odio anticristiano, quien conven­cería a Diocleciano para que iniciara la persecución con un primer edicto general el 23 de febrero del año 305, ordenando la destrucción de iglesias, libros sagrados, etc. En ese mismo año, promulgó dos edic­tos más, arrestando a los jefes de las iglesias y exigiéndoles sacrificar a los dioses. Esta última exigencia la extendería a la totalidad de los fie­les en un cuarto edicto del año 304. Hubo numerosos mártires, cuyas gestas fueron narradas por Eusebio de Cesárea (De mart. Pales., III, 1).Diocleciano abdicaría en 305, y 311 sería el año en el que se pro­mulgarían los edictos de tolerancia del cristianismo para todo el Impe­rio. Galerio, en el lecho de la muerte, concedería a los cristianos la li­bertad de conciencia y de culto. Lo mismo harían para Occidente Constantino y Majencio en abril de ese año. De esta manera termina el largo periodo de relaciones, no siempre amigables, entre el poder polí­tico del Imperio romano y el cristianismo.

Published in: on marzo 7, 2008 at 11:33 am  Deja un comentario  
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La vida de la primera cristiandad

1. La expansión del Cristianismo en el mundo antiguo, como ya sabemos, se acomodó a las estructuras y modos de vida propios de la sociedad romana. Vamos ahora a exponer los principales aspectos de la vida interna de las cristianda­des: su composición social y jerárquica, el gobierno pasto­ral, la doctrina, la disciplina, el culto litúrgico, etc.

La Roma clásica promovió por doquier, con deliberado propósito, la difusión de la vida urbana: municipios y colo­nias surgieron en gran número por todas las provincias de un Imperio para el cual urbanización era sinónimo de ro­manización. El Cristianismo nació en este contexto históri­co y las ciudades fueron sede de las primeras comunidades, que constituyeron en ellas iglesias locales. Las comunida­des cristianas estaban rodeadas de un entorno pagano hos­til, que favorecía su cohesión interna y la solidaridad entre sus miembros. Pero esas iglesias no fueron núcleos perdidos y aislados: la comunión y la comunicación entre ellas era real y todas tenían un vivo sentido de hallarse integra­das en una misma Iglesia universal, la única Iglesia funda­da por Jesucristo.

2. Muchas iglesias del siglo I fueron fundadas por los Apóstoles y, mientras éstos vivieron, permanecieron bajo su autoridad superior, dirigidas por un «colegio» de presbí­teros que ordenaba su vida litúrgica y disciplinar. Este régi­men puede atestiguarse especialmente en las iglesias «pau­linas», fundadas por el Apóstol de las Gentes. Pero a medi­da que los Apóstoles desaparecieron, se generalizó en todas partes el episcopado local monárquico, que ya se había in­troducido desde un primer momento en otras iglesias parti­culares. El obispo era el jefe de la iglesia, pastor de los fie­les y, en cuanto sucesor de los Apóstoles, poseía la pleni­tud del sacerdocio y la potestad necesaria para el gobierno de la comunidad.

3. La clave de la unidad de las iglesias dispersas por el orbe, que las integraba en una sola Iglesia universal, fue la institución del Primado romano. Cristo, Fundador de la Iglesia —tal como se recordó en otro lugar—, escogió al Apóstol Pedro como la roca firme sobre la que habría de asentarse la Iglesia. Pero el Primado conferido por Cristo a Pedro no era, de ningún modo, una institución efímera y circunstancial, destinada a extinguirse con la vida del Apóstol. Era una institución permanente, prenda de la pe­rennidad de la Iglesia y válida hasta el fin de los tiempos. Pedro fue el primer obispo de Roma, y sus sucesores en la Cátedra romana fueron también sucesores en la prerrogati­va del Primado, que confirió a la Iglesia la constitución je­rárquica, querida para siempre por Jesucristo. La Iglesia romana fue, por tanto —y para todos los tiempos—, centro de unidad de la Iglesia universal.

4. El ejercicio del Primado romano ha estado lógica­mente condicionado, a lo largo de los siglos, por las circunstancias históricas. En épocas de persecución o de difí­ciles comunicaciones entre los pueblos, aquel ejercicio fue menos fácil e intenso que en otros momentos más propi­cios. Pero la historia permite documentar, desde la primera hora, tanto el reconocimiento por las demás iglesias de la preeminencia que correspondía a la Iglesia romana como la conciencia que los obispos de Roma tenían de su Prima­cía sobre la Iglesia universal.  

A principios del siglo II, San Ignacio, obispo de Antioquía, escribía que la Iglesia romana es la Iglesia «puesta a la cabeza de la caridad», atribuyéndole así un derecho de supremacía eclesiástica universal. Para San Ireneo de Lyon, en su tratado «Contra las herejías» (a. 185), la Iglesia de Roma gozaba de una singular preeminencia y era criterio seguro para el conocimiento de la verdadera doctrina de la fe. De la conciencia que tenían los obispos de Roma de po­seer el Primado sobre la Iglesia universal ha quedado un testimonio insigne, que se remonta al siglo I. A raíz de un grave problema interno, surgido en el seno de la comuni­dad cristiana de Corinto, el papa Clemente I intervino de modo decisivo. La carta escrita por el Papa, prescribien­do aquello que procedía hacer y exigiendo obediencia a sus mandatos, constituye una clara prueba de la conciencia que tenía de su potestad primacial; y no es menos significa­tiva la respetuosa y dócil acogida dispensada por la iglesia de Corinto a la intervención pontificia.

5. «Los cristianos no nacen, se hacen», escribió Tertu­liano a finales del siglo II. Estas palabras pudieron signifi­car, entre otras cosas, que, en su tiempo, la gran mayoría de los fieles no eran —como serían a partir del siglo IV— hijos de padres cristianos, sino personas nacidas en la gentilidad, venidas a la Iglesia en virtud de una conversión a la fe de Jesucristo. El bautismo —sacramento de incorporación a la Iglesia— constituía entonces el coronamiento de un dilata­do proceso de iniciación cristiana. Este proceso, comenza­do por la conversión, proseguía a lo largo del «catecumenado», un tiempo de prueba y de instrucción catequética, instituido de modo regular desde finales del siglo II. La vida litúrgica de los cristianos tenía su centro en el Sacrifi­cio Eucarístico, que se ofrecía por lo menos el día del domingo, bien en una vivienda cristiana —sede de alguna «iglesia doméstica»—, o bien en los lugares destinados al culto, que comenzaron a existir desde el siglo III.

6. Las antiguas comunidades cristianas estaban consti­tuidas por toda suerte de personas, sin distinción de clase o condición. Desde los tiempos apostólicos, la Iglesia estuvo abierta a judíos y gentiles, pobres y ricos, libres y esclavos. Es cierto que la mayoría de los cristianos de los primeros siglos fueron gentes de humilde condición, y un intelectual pagano hostil al Cristianismo, Celso, se mofaba con desprecio de los tejedores, zapateros, lavanderos y otras gentes sin cultura, propagadores del Evangelio en todos los ambien­tes. Pero es un hecho indudable que desde el siglo I, perso­nalidades de la aristocracia romana abrazaron el Cristianis­mo. Este hecho, dos siglos más tarde, revestía tal amplitud que uno de los edictos persecutorios del emperador Vale­riano estuvo dirigido especialmente contra los senadores, caballeros y funcionarios imperiales que fueran cristianos.

7. La estructura interna de las comunidades cristianas era jerárquica. El obispo —jefe de la iglesia local— estaba asistido por el clero, cuyos grados superiores —los órdenes de los presbíteros y los diáconos— eran, como el episcopa­do, de institución divina. Clérigos menores, asignados a de­terminadas funciones eclesiásticas, aparecieron en el curso de estos siglos. Los fieles que integraban el Pueblo de Dios eran en su inmensa mayoría cristianos corrientes, pero los había también que se distinguían por una u otra razón. En la edad apostólica hubo numerosos carismáticos, cristianos que para servicio de la Iglesia recibieron dones extraordi­narios del Espíritu Santo. Los carismáticos cumplieron una importante función en la Iglesia primitiva, pero constituían un fenómeno transitorio que se extinguió prácticamente en el primer siglo de la Era cristiana. Mientras duró la época de las persecuciones, gozaron de un especial prestigio los «confesores de la fe», llamados así porque habían «confesa­do» su fe como los mártires, aunque sobrevivieran a sus prisiones y tormentos. Todavía procede señalar otros fieles cristianos, cuya vida o ministerios les conferían una parti­cular condición en el seno de las iglesias: las viudas, que desde los tiempos apostólicos formaban un «orden» y aten­dían a ministerios con mujeres; y los ascetas y las vírgenes, que abrazaban el celibato «por amor del Reino de los Cie­los» y constituían —en palabras de San Cipriano— «la porción más gloriosa del rebaño de Cristo».

8. Los primeros cristianos sufrieron la dura prueba ex­terna de las persecuciones; internamente, la Iglesia hubo de afrontar otra prueba no menos importante: la defensa de la verdad frente a corrientes ideológicas que trataron de des­virtuar los dogmas fundamentales de la fe cristiana. Las an­tiguas herejías —que así se llamó a esas corrientes de ideas— pueden dividirse en tres distintos grupos.

De una parte, existió un Judeocristianismo herético, negador de la divinidad de Jesucristo y de la eficacia redentora de su Muerte, para el cual la misión mesiánica de Jesús habría sido la de llevar el Judaísmo a su perfección, por la plena observancia de la Ley.

Un segundo grupo de herejías —de más tardía aparición— se caracterizó por su fanático rigo­rismo moral, estimulado por la creencia en un inminente fin de los tiempos. En el siglo II, la más conocida de estas herejías fue el Montañismo, aunque en el África latina, de principios del siglo IV, el extremismo rigorista sería todavía uno de los componentes del Donatismo.

Pero la mayor amenaza interna que hubo de afron­tar la Iglesia cristiana durante la edad de los mártires fue, sin duda, la herejía gnóstica. El Gnosticismo era una gran corriente ideológica tendente al sincretismo religioso, muy de moda en los siglos finales de la Antigüedad. El Gnosti­cismo —que constituía una verdadera escuela intelectual— se presentaba como una sabiduría superior, al alcan­ce tan sólo de unas élites minoritarias de «iniciados». Ante el Cristianismo, su propósito fue desvirtuar las verdades de la fe, presentando las doctrinas gnósticas como la genuina expresión de la tradición cristiana más sublime, aquella que Cristo habría anunciado tan sólo a sus discípulos más íntimos, «capaces de comprender» lo que permanecía ocul­to para el común de los fieles. El representante más nota­ble del Gnosticismo cristiano fue Marción, que fundó una pseudoiglesia que trataba de imitar en su organización y liturgia a la Iglesia cristiana. La Iglesia reaccionó con ente­reza frente a las infiltraciones gnósticas en las comunidades cristianas, mientras los teólogos demostraron la incompati­bilidad doctrinal existente entre Cristianismo y Gnosticis­mo. Antes de finalizar el siglo II los cristianos habían su­perado definitivamente la gran tentación de disolver la fe en el magma de las fantasías sincretistas de la Gnosis. La fe cristiana había salido victoriosa en su lucha con la sabidu­ría helenística.

 

Published in: on marzo 6, 2008 at 4:55 pm  Deja un comentario  
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Los primeros escritores cristianos

Los primeros escritores cristianos utilizaron el griego helenístico de la koiné, que es la lengua francade comunicación más frecuente en todos los espacios del Imperio Romano hasta mediados del siglo III, cuando el latín comienza a irrumpir con fuerza en el África proconsular y en la misma Roma.

Pero una lengua lleva consigo toda una cultura y en suma una manera de vivir y de pensar. Esto hace que los primeros cristianos evangelizadores utilicen formas literarias y de habla griegas al dirigirse a los judíos helenizados en primer lugar y luego cuando San Pablo se vuelva a los gentiles para conseguir conversiones, el griego helenista y koinése generalizó totalmente. Por otra parte esta actividad pro-conversione o protrépticaserá  un rasgo también de la filosofía griega helenística, pues se ha centrado en el terreno de la ética: las distintas escuelas trataban de lograr nuevos seguidores por medio de discursos en los que presentaban su filosofía o dogma como la única senda hacia la felicidad (Ramos-Lissón, D. Patrologíap. 53, Eunsa, Pamplona 2005).

Contexto filosófico

Desde esta concepción práctica del helenismo que podemos definir como un periodo de sincretismo cultural, durante el cual agoniza el mundo clásico, o algunos de sus aspectos, y  se  inicia una época en la que una palabra  puede caracterizar el clima en el que viven los espíritus: fermentación.

 Vamos a fijarnos ahora en las principales corrientes del pensamiento contemporáneas a los primeros escritores cristianos

a)      Cinismo. Sus máximos exponentes habían sido Diógenes de Sínope (+323 a.  C.) y Cratetes (+ c. 295 a. C.) que fueron corrosivamente críticos, y practicarán una vida filosófica individualista y alejada de toda convención social y el desprendimiento de sí mismos. Dión de Prusa (40-120) desarrolla su actividad en la época imperial romana. Es el representante de más fuste. Fue desterrado en el año 96 por Domiciano. Se consideró investido de una misión de curación de las almas.

b)      Epicureismo. Fundado por Epicuro, quien en 317 a. C. comienza su enseñanza. La historia ha conservado el dato de que se reunía con un número estimable de discípulos en el jardín de su casa; admirable símbolo para una filosofía amable y halagüeña. Así, la práctica de la filosofía debe eliminar el temor al destino, a la muerte y a los dioses y hacer nacer en los adictos la idea de perseguir el placer, pero no un placer sensual y perturbador sino espiritual y apaciguante, sin dolor de alma y cuerpo (lejano de todo lo que el adjetivo de epicúreo evoca en el lenguaje usual). Muy difundida en el siglo II, pero sin exponentes de relieve. Marco Aurelio, el emperador filósofo presentará a Epicuro como un modelo a imitar. Cierta influencia del epicureismo se observa en Séneca (1-65) En la época de los Antoninos fue grande la expansión de esta escuela, fundada en la alianza que con ella hace el racionalismo en contra del misticismo y la superstición. Los escritores cristianos son bastante críticos del epicureismo, coincidiendo en este punto con la opinión común del pueblo pagano.

c)      El estoicismo es la escuela que ofrece más puntos de contacto con el mensaje evangélico, si la comparamos con las anteriores. Fundada por Zenón de Kition (333-263 a. C.), quien por enseñar en el pórtico de Peisianactos (pórtico en griego es stoa ) , hizo que se conociese su doctrina y movimiento como estoicismo.

Los estoicos  aportaron ciertos elementos innovadores al estudio de la Lógica, sostuvieron un materialismo gnoseológico, y consideraban al cosmos invadido por una necesidad absoluta y revestido de caracteres divinos, identificando a Dios con la naturaleza. El Todo cósmico es unificado por el Logos (“la razón en la materia, es decir, Dios” Stoicorum Vetera Fragmenta, I, 85, 175) No obstante tener un carácter marcadamente especulativo, su motivación es fundamentalmente ética. La enseñanza estoica consideraba vanas las pasiones humanas y proclamaba, que teniendo el hombre una participación del Logos, un logos individual, el cual le permitía descubrir el determinismo del universo en sus férreas leyes, no quedaba otra alternativa que plegar decididamente los deseos al orden fatal de los sucesos interiores y exteriores. Con lo cual se alcanzaba la virtud por excelencia del sabio: la ataraxia o imperturbabilidad. Esta es la virtud estoica: la apatheia (ausencia de pathos = pasiones que son fuente de infelicidad)

De las tres fases que se suelen distinguir de la Stoa, la tercera, o sea la “nueva” (siglos I y II) es la que coincide con el origen de la literatura cristiana. Séneca será el personaje más representativo. La similitud entre algunas enseñanzas suyas y la doctrina cristiana hará exclamar a Tertuliano: Seneca saepe noster(De anima, 20, 1), y como ya sabemos se escribe en el siglo IV una carta apócrifa entre Séneca y S. Pablo.

d)      Plotino (205-270) es considerado como el fundador del neoplatonismo. La historiografía viene llamando neoplatonismoa esta tendencia que a partir de Plotino se prolonga en varias escuelas hasta el 529, fecha en que Justiniano clausura la de Atenas, de la que era entonces jefe Damascio. Hay datos que inclinan a pensar que el maestro de Plotino, Amonio Sacas(+ 242) -del que apenas conocemos más que el nombre-, fue primero cristiano (existe la hipótesis de que quizá fue el autor de los escritos del Pseudo-Dionisio) y volvió después al paganismo.

La característica central del sistema de Plotino procede sin duda de su preocupación por el tema del destino del hombre, pero Plotino lo resuelve proponiendo un método de purificación que se apoya en una ‘concepción metafísica extremadamente espiritualista. La realidad es para Plotino puro espíritu en interno dinamismo descendente y ascendente. El nivel superior es causa de lo inmediatamente inferior, entendiendo ese dinamismo como “emanación”, en la que hay una pérdida gradual: cada efecto es ligeramente inferior a su causa. Sin embargo la imperfección por su inferioridad puede superarse si vuelve a su causa.

Precisamente la meta del camino ascético es el espíritu en su nivel más alto, nivel al que el hombre llega por su esfuerzo, en un contacto o presencia que está más allá del mero conocimiento inteligible. Plotino enseñaba que en la cima de la jerarquía del ser está el Uno; Dios es desconocido y Absoluto, pero aprehendido por el alma con una presencia que transciende todo conocimiento.

Pero los neoplatónicos se sitúan polémicamente frentea la actitud religiosa del cristianismo que afirma la contingencia e historicidad del mundo real, creado por un Dios absolutamente trascendente e inaccesible al simple esfuerzo natural del hombre. Sin embargo, las mutuas influencias de neoplatonismo y autores cristianos son un lugar común de la historiografía de este periodo. Discípulos de Plotino fueron Clemente de Alejandría, Orígenes y Porfirio. La interpretación alejandrina de la sagrada Escritura hecha, sobre todo por Orígenes, es aplicación del método de Plotino a las fuentes de la Revelación lo mismo que sus colegas paganos hacían para la explicación de Homero, según podemos ver en las Cuestiones homéricas de Porfirio (Ramos-Lissón, D. Patrología p. 56,  Eunsa, Pamplona 2005). Pero Orígenes ha adquirido su modo propio de especulación filosófica, aquella preparación propedéutica para la formación teológica de sus alumnos, que como nos enseña Benedicto XVI en su primera audiencia dedicada al alejandrino:  Consiste, principalmente, en haber fundamentado la teología en la explicación de las Escrituras. Hacer teología era para él esencialmente explicar, comprender la Escritura; o podríamos decir incluso que su teología es una perfecta simbiosis entre teología y exégesis”. Porfirio (232-301 ),  continúa el círculo de Roma fundado por Plotino;- editor  de las obras de su maestro y autor de comentarios a  Platón y Aristóteles, de los que sólo nos ha llegado la Introduccióna las Categorías, y de una Vida de Plotino, – escribió otras muchas obras, la mayoría perdidas -entre  ellas una Contra los cristianos-, en parte conocidas por o los extractos que de ellas hace Eusebio de Cesarea  en su Preparatio evangelica. En su explicación de la realidad y en su reflexión moral y soteriológica es un puro  continuador de las doctrinas plotinianas. También parece que hace más concesiones que éste a las prácticas teúrgicas y mágicas de las religiones paganas, cuyo contraste con el cristianismo subraya  contra éste. También parece que hace más concesiones que Plotino a las prácticas teúrgicas y mágicas de las religiones paganas, cuyo contraste con el cristianismo subraya  contra éste. En En cuanto a la primitiva literatura cristiana, todo el período anterior a la paz de la Iglesia (313) se puede subdividir en otros dos, con la divisoria hacia el año 200 o poco antes. 

En el primero de ellos predominan

    los escritos pastorales dirigidos a los fieles –en un tono por lo general sencillo – y

    las respuestas de defensa a los ataques que sufren los cristianos, interiores y exteriores.  

En el segundo, en que la expansión del cristianismo ha llegado a ambientes más amplios y de gente más culta, se ve la necesidad de explicar la fe a un nivel adecuado:

    a esto tenderán especialmente las obras de los alejandrinos. 

Los escritores anteriores a finalesdel siglo II se pueden clasificar en unos grupos bien diferenciados: 

1. Los Padres Apostólicos(aproximadamente, hasta la mitad del siglo II) son hombres muy próximos a los Apóstoles y en los que suele palpitar una gran cercanía de Cristo; escriben en general a un público cristiano, a los hermanos, con un tono familiar y un fin de edificación.

2. Los Apologistas(aproximadamente en los cincuenta años centrales del siglo II), que escriben sus apologías (es decir, defensas) de la doctrina o del comportamiento de los cristianos, más o menos directamente dirigidas a la opinión pública, pagana o judía. 

3. El género apologético encuentra su continuación hacia la mitad del siglo II con la literatura antiherética, nacida de la necesidad de defender la fe frente a las opiniones heterodoxas, gnósticas por los general, que se van introduciendo en el seno de la Iglesia. Va destinada a los cristianos y a los herejes, como es natural. Los Padres que son conocidos principalmente por sus obras antiheréticas reciben el nombre de polemistas. 

4. También hay que mencionar la literatura apócrifareferente al Nuevo Testamento, destinada también a los cristianos y, con alguna frecuencia, en apoyo de opiniones heréticas. 

5. Las narraciones de martirios, a veces formadas por las actas auténticas de los mártires, igualmente dirigidas a los cristianos.  

Del segundo período podemos destacar: 

1. En Alejandría aparecen maestros muy destacados que configurarán la Escuela de Alejandría. Los dos más destacados son Clemente de Alejandría (muere poco antes de 215) y Orígenes (†253). 

2. En Roma encontramos tres autores: Minucio Félix(que escribe alrededor del 197), San Hipólito (†235) y Novaciano, que hacia el 253 se separa de la Iglesia. El primero es apologista. Los otros dos son teólogos.                  

 3. En África, los autores de importancia son dos: Tertuliano (escribe entre 197-220) y San Cipriano (†258). 

Published in: on marzo 5, 2008 at 12:35 pm  Deja un comentario  
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La literatura apócrifa cristiana

La literatura apócrifa cristiana

La noción de “apócrifo”

En los primeros siglos del cristianismo se difundió una amplia literatura que imitaba los escritos del Nuevo Testamento. Son los evangelios, hechos, cartas y Apocalipsis que, por no ser canónicos, reciben el nombre de apócrifos. Esta palabra (apócrifo = escondido) señalaba al principio, en las religiones mistéricas y en el mundo gnóstico, que un escrito era secreto, reservado a los iniciados en alguna secta, que pretendían contener revelaciones que no se podían comunicar a todos. Pero, al no ser utilizados por la Iglesia, estos libros apócrifos pasaron a significar falso, espurio o legendario.

No obstante, muchos de esos escritos no tienen intenciones secretas ni heréticas, sino que fueron producidos por la devoción popular y su curiosidad por narrar más sobre los personajes neotestamentarios, apoyándose en fuentes o tradiciones de dudoso valor, y ‘completando’ los datos con otros de invención propia.

Ya en el siglo II antes de Cristo se habían escrito apócrifos del Viejo Testamento, que se conservaban después. Los cristianos retocaron varios de ellos y escribieron algunos más. Pero el mayor número de apócrifos escritos por cristianos se refieren al Nuevo Testamento y de estos es de los que tratamos aquí.

La aparición de los apócrifos cristianos del Nuevo Testamento comienza en el siglo II, quizá en sus primeras décadas; alcanza su mayor intensidad en el siglo IV; y no falta alguno escrito ya en la baja Edad Media.

Características generales de esta literatura

Los libros apócrifos difieren de los canónicos en que estos últimos, según enseña la Iglesia, están inspirados por el Espíritu Santo. Pero aun sin esta intervención especial del Magisterio, no sería difícil distinguir entre unos y otros, pues sus diferencias son obvias hasta en lo externo, en su estilo y en su forma. Así, por ejemplo, los evangelios apócrifos suelen embellecer los relatos de los evangelios canónicos, mostrando un gran entusiasmo por lo llamativo, por lo extraordinario y milagroso   [1]

El origen de estos escritos es muy variado. Por un lado, el Nuevo Testamento ofrece muy poca información sobre la vida de Jesucristo –especialmente sobre sus treinta primeros años- de la Santísima Virgen y de los Apóstoles. Algunos cristianos piadosos, deseando tener más información, recogieron por escrito tradiciones orales, pero como esto aún les resultaba insuficiente, procedieron a adornar las noticias que habían llegado a sus manos.

Por otra parte, los herejes –especialmente los gnósticos, para apoyar y difundir sus doctrinas, también escribieron libros a imitación de los canónicos. Muchas veces recogen cosas verdaderas para dar autoridad a sus obras, pero mezclándolas con otras falsas u ofreciendo versiones tergiversadas; a veces pretenden hacer creer que su autor es uno de los Apóstoles.

La calidad de los textos apócrifos es muy variada. Algunos son obras muy elaboradas, con gran riqueza doctrinal, y gozaron de gran prestigio: eran leídos en público, citados con frecuencia, etc. Otros, por el contrario, son una colección de fábulas, que presentan presuntos milagros que rayan en lo absurdo. Otros, por último, son fuertemente heréticos o de escaso interés.

Valor y utilidad para el conocimiento de la antigüedad cristiana

Es posible, aunque poco probable y, en todo caso, difícil de demostrar, que la literatura apócrifa contenga algún dato histórico no recogido en otros escritos. No obstante, se considera que aportan un buen número de datos auténticos sobre la vida de los primeros discípulos y de los propios Apóstoles, mezclados con otros que son claramente falsos.

Aunque no sean una fuente histórica fiable, resultan muy interesantes desde otro punto de vista. Porque de lo que realmente nos informan es de lo que pensaban los que lo escribieron y qué cosas gustaba oír a los lectores de su tiempo  [2]

. También nos proporcionan algún dato sobre la primitiva liturgia, sobre los costumbres de los cristianos y –lo que es más importante-  sobre sus creencias. Además, nos ayudan a entender el arte religioso que, en sus múltiples manifestaciones, ha buscado con frecuencia inspiración en algunas de las páginas de estos libros, especialmente en las más poéticas.

Clasificación de estos escritos

La denominación de apócrifos neotestamentarios engloba una literatura muy heterogénea, que sólo artificialmente se podría clasificar siguiendo los cuatro géneros literarios del Nuevo Testamento (Evangelios, Hechos de tal o cuál Apóstol, Cartas y Apocalipsis).

Por ejemplo, en el grupo de los que podríamos llamar “dichos o hechos de Jesús” (Evangelios), podemos distinguir textos sueltos (fragmentos de obras perdidas), otros que guardan relación con alguno de los Evangelios canónicos, algunos que se centran solamente en parte de la vida del Señor o en algún episodio (por ejemplo, de la infancia del Señor, o bien de otras apariciones de Cristo resucitado diferentes de las que narran los Evangelios), colecciones de dichos y discursos atribuidos a Jesús, etc. No faltan tampoco evangelios legendarios y otros claramente heréticos (por ejemplo, gnósticos)

Evangelios
 Por proximidad al genero canónico

Son sinópticos y con fuentes similares o las mismas que los canónicos       Evangelio de Pedro

             Por origen judeo-cristiano

Cercanos al canónico Mateo o incluso al Mateo Arameo

Evangelio de los Nazarenos (s. II)

Evangelio de los Ebionitas, o de los Doce (s. III)

Claramente alejados del prototipo canónico

1.   Primitivos gnósticos

Son netamente heterodoxos, pretendiendo legitimizar sus opiniones que discrepan de la tradición de la Gran Iglesia apuntándose al nombre de uno de los grandes Apóstoles o de varios y especialmente nos referimos al material gnóstico hallado en la Biblioteca de Nag-Hammadi en cercanías de Alejandría.

Pistis Sophia, egipcio (s. II)

Libros 1 y 2 de Jehú

Versión copta del Evangelio según Tomás de Hag Hammadi (s II) (Trevijano, 58) (Ramos-Lissón, 95)

2.   Tardíos

Son textos originariamente gnósticos, que han sido traducidos o “reflexionados” en otras sectas o reutilizado su material por escritores católicos

Evangelios de los Hebreos       (s. III)

Evangelio griego según Tomás, de Oxyrhinchus (s. III)

Evangelio copto de Judas (s. IV)

            Evangelios para llenar “lagunas” de los canónicos

1. Evangelios de  la infancia o Natividad de Jesús

Proto-evangelio de Santiago (año 150, reañadidos s IV) (Drobner, 40)

Ev. Árabe de la infancia (s. IV)

Pseudo Mateo (s. IV)

Narración de la infancia de Tomás (s IV)

Historia de José, el carpintero (s. IV)

2. Evangelios de la Pasión

Evangelio de Nicodemus   

Hechos  de Apóstoles apócrifos

Hechos de Pedro

Hechos de Pablo

Igualmente, los “Hechos apócrifos” de los apóstoles son muy diversos entre sí. En general, más que pretender ceñirse a hechos históricos buscan entretener y lograr un efecto propagandístico y edificante: se muestra una inflación de historias de milagros y se presenta a los apóstoles como taumaturgos.

Cartas apócrifas

Entre las “Cartas”, una buena parte corresponde a escritos de alguna persona o grupo que desea impulsar sus ideas, y las quiere poner bajo el ‘patrocinio’ de algún apóstol para ganar en autoridad ó de todos como la llamada Epístola de los Apóstoles. Se podría incluir en este apartado la llamada Carta de Bernabé, ya estudiada. Muchas de ellas son heréticas.

Apocalipsis apócrifos

Apocalipsis de San Pedro

El Pastor, de Hermas, podría caer también en este apartado

Las “Apocalipsis apócrifas” son todavía más variopintas y, en general, de una imaginación desbordante.

Escritos apócrifos más significativos

El número de libros apócrifos es muy elevado. De todas formas, la mayoría de ellos no han llegado a nuestras manos, y de los que se conservan, muchos están incompletos.

Entre los veintiún evangelios apócrifos destaca el Evangelio según los Hebreos, escrito en la segunda mitad del siglo II, y muy usado entonces entre los cristianos de Palestina. Tiene especial interés por la información que suministra sobre Santiago el Menor y su estrecha relación con el Evangelio de San Mateo, hasta el punto que algunos creyeron que era el original arameo de San Mateo. Otro texto importante es el Protoevangelio de Santiago [3] que narra extensamente la infancia de la Virgen y de Jesús. La finalidad de toda la obra es probar la virginidad perpetua de María. Aporta también datos interesantes: por ejemplo, los nombres de los padres de la Virgen (Joaquín y Ana). Sin embargo, no está exento de errores históricos o afirmaciones contrarias a la Tradición. También existe una Historia de José el Carpintero, que pretende narrar la vida del Santo Patriarca.

Los Hechos apócrifos, además de intentar llenar la laguna de nuestros conocimientos sobre los Apóstoles, tuvieron una finalidad muy precisa: suministrar una literatura que sustituyera las fábulas eróticas de los paganos. Por esto, los hechos apócrifos, por lo general, son muy fantásticos y novelados. Destacan los Hechos de San Pablo, escrito hacia el 180 en Asia Menor, por la preciosa información que el autor muestra tener sobre San Pablo; y los Hechos de San Pedro, escritos en torno al año 190, donde se habla de su predicación y martirio; este escrito es el que recoge la tradición del quo vadis?

El más importante de los Apocalipsis apócrifos es el Apocalipsis de San Pedro [4] que llegó a ser considerado libro canónico en algún lugar. Fue compuesto entre el 125 y el 150. Es de gran calidad literaria. Las visiones que describen las bellezas del cielo y los horrores del infierno han influido notablemente en la literatura y el arte.

Por último, entre las Epístolas apócrifas merece especial mención, por su excelente calidad doctrinal, la Epístola de los Apóstoles, redactada entre el 140 y el 160. Afirma, por ejemplo, con una claridad meridiana, las dos naturalezas de Cristo, la Encarnación del Verbo, su consustancialidad con el Padre, etc. Sin embargo, contiene algún error en puntos secundarios. Se conservan también abundantes epístolas atribuidas a San Pablo, incluso una correspondencia entre San Pablo y Séneca, cuyo fin sería introducir las auténticas cartas de  San Pablo en el ambiente literario de Roma.

Referencias

o        Colección Ciudad Nueva Apocrifos Cristianos

o        ESTUDIOS SOBRE EL EVANGELIO DE TOMÁS

o        los evangelios apócrifos

o        Hechos Apócrifos


[1] Texto 1

Muerte de San José: «Padre mío misericordioso, Padre de la verdad, ojo que ve y oído que oye: escúchame, que yo soy tu hijo querido; te pido por mi padre José, la obra de tus manos (…). Al exhalar su espíritu, yo le besé. Los ángeles tomaron su alma y la envolvieron en lienzos de seda. Yo estaba sentado junto a él, y ninguno de los circunstantes cayó en la cuenta de que ya había expirado. Entonces puse su alma en manos de Miguel y Gabriel para que le sirvieran de defensa contra los genios que acechaban en el camino. Y los ángeles se pusieron a entonar cánticos de alabanza ante ella, hasta que por fin llegó a los brazos de mi Padre» (HISTORIA DE JOSÉ EL CARPINTERO, 22-23).

[2] Texto 2

Entierro y Asunción de la Virgen: «Y llevándose los Apóstoles el precioso cuerpo de la gloriosísima Madre de Dios, Señora nuestra y siempre Virgen María, lo depositaron en un sepulcro nuevo, allí donde les había indicado el Salvador. Y permanecieron unánimemente junto a él tres días para guardarle. Mas, cuando fuimos a abrir la sepultura con intención de venerar el precioso tabernáculo de la que es digna de toda alabanza, encontramos solamente los lienzos, pues había sido trasladado a la eterna heredad por Cristo Dios, que tomó carne de Ella» (LIBRO DE JUAN, ARZOBISPO DE TESALÓ-NICA, 14).

[3] Texto 3

Infancia de la Virgen: «Y día a día la niña se iba robusteciendo. Al llegar a los seis meses, su madre la dejó sobre la tierra para ver si se tenía; y ella, después de andar siete pasos, volvió al regazo de su madre. Ésta la levantó, diciendo: “Vive el Señor, que no andarás más por este suelo hasta que te lleve al templo del Señor” (…). Al llegar a los dos años, dijo Joaquín a Ana: “llevémosla al templo del Señor para cumplir la promesa que hicimos, no sea que el Señor nos la reclame y nuestra ofrenda resulte ya inaceptable ante sus ojos”. Ana respondió: “Esperemos todavía hasta que cumpla los tres años, no sea que la niña vaya a tener añoranza de nosotros”. Y Joaquín respondió: “Esperemos”. Al llegar a los tres años (…) la recibió el sacerdote quien, después de haberla besado, la bendijo y exclamó: “El Señor ha engrandecido tu nombre por todas las generaciones, pues al fin de los tiempos manifestará en ti su redención a los hijos de Israel”. Entonces la hizo sentar sobre la tercera grada del altar. El Señor derramó gracia sobre la niña, quien danzó con sus piececitos, haciéndose querer de toda la casa de Israel.

Bajaron sus padres, llenos de admiración, alabando al Señor Dios porque la niña no se había vuelto atrás. Y María permaneció en el templo como una palomita, recibiendo alimento de manos de un ángel» (PROTOEVANGELIO DE SANTIAGO, 148).

[4]  Texto 4

«Vi también otro lugar frente a éste, terriblemente triste, y era un lugar de castigo, y los que eran castigados y los ángeles que los castigaban vestían de negro, en consonancia con el ambiente del lugar.

Y algunos de los que allí moraban estaban colgados por la lengua: éstos eran los que habían blasfemado del camino de la justicia: debajo de ellos había un fuego llameante y los atormentaba.

Y había un gran lago, lleno de cieno incandescente, donde se encontraban algunos hombres que se habían apartado de la justicia (…). También había mujeres que colgaban de sus cabellos por encima de este cieno incandescente: éstas eran las que se habían adornado para el adulterio. Y los hombres que se habían unido a ellas (…) pendían de los pies y tenían sus cabezas suspendidas encima del fango, y decían: no creíamos que tendríamos que venir a parar a este lugar» (APOCALIPSIS DE SAN PEDRO).

Published in: on marzo 4, 2008 at 8:02 am  Deja un comentario  
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