“The Cove” y el otro genocidio censurado


El pasado 5 de julio -y a excepción de las autonomías de Navarra y Murcia- entro en vigor la nueva Ley del Aborto en España. Pues bien, al ver el tráiler del oscarizado documental “The Cove”, me ha venido a la mente el recuerdo de este otro genocidio¡o censurado que según algunos autores ha alcanzado ya la cifra de mil millones de fetos muertos.

Además conviene saber que la nueva Ley del Aborto establece una nueva materia en los colegios sobre salud sexual y reproductiva que podrá ser impartida por agentes de salud. Asociaciones familiares y colectivos profesionales han dado la voz de alarma ante la imposición de la ideología de género en las aulas, y preparan iniciativas para hacer frente a esta forma de adoctrinamiento y usurpación de las competencias de los padres. De hecho, Profesionales por la Ética ha denunciado el propósito de la ministra Trinidad Jiménez de que “agentes sanitarios” impartan en los colegios las consignas sexuales de la ley del aborto.

Published in: on julio 24, 2010 at 11:09 am  Deja un comentario  

El Papa dice que también en vacaciones hay que buscar a Dios

Published in: on julio 21, 2010 at 5:50 pm  Deja un comentario  

Está en peligro en Israel y Palestina la existencia de cristianos

Published in: on julio 21, 2010 at 5:43 pm  Deja un comentario  

San Pedro es un lugar para pensar en la Historia

Published in: on julio 21, 2010 at 5:35 pm  Deja un comentario  

Calor


Aquí estamos, de viernes, mis amigos y yo. No me preguntéis de qué nos reíamos porque no me acuerdo. A lo mejor los mojitos de mi cuñado (que es el del polo naranja) tuvieron algo que ver. La que se tapa la cara es mi hermana, Susana. La embarazadísima de negro es Cristina. Mamen es la que lleva el vestido verde agua, que es una pena que no se vea porque es precioso. Y el que nos da la nuca es Miguel. Los pasamos de miedo y acabamos a las tantas.
No he podido resistirlo y he empezado «Derrumbe», de Menéndez Salmón. En las cien primeras páginas ya he decidido que hubiese querido escribirlo yo. La de Ricardo es una de las más brillantes, depuradas y ricas prosas de toda nuestra generación. Diré más cuando lo acabe.

Escribo mientras juega España. Por las calles, hace media hora, se paseaban las banderas rojas y amarillas (o gualdas, que ya lo decía Alfredo Landa, es el amarillo en plan bandera) y alguien hacía vudú al cretino de Íñigo Urkullu, que quiere que gane Rusia. Este es el nazionalismo, la burramia, la gilipollez en estado puro. Si hoy gana España, me acordaré de Urkullu. Y si no gana, también: me encantan los tontainas que cuando quieren cruzar el charco tienen que llevar su pasaporte con el «España» bien clarito. Qué tropa, por Odín.

Ayer Marcial y yo salimos a airearnos y a dsifrutar del calor, y nos encontramos, feliz sorpresa, con Martín y Nico Casariego. Acabamos los cuatro en el Susan Club, y Martín me ofrece una disyuntiva: una segunda ronda o el desayuno ritual de los jueves. ¿Alguien adivina qué elegí?

Veo en DVD «En el valle de Elah», con un insuperable Tommy Lee Jones al frente del reparto como ex combatiente rudo y contenido que descubre de un plumazo que su hijo es un cabrón y la guerrade Irak, una mierda. Supongo que siempre habrá un listo que le recuerde «Ya te lo decía yo». Me quedo con la expresión desolada de Jones cuando entiende por fin que el horror no tiene límites: el rostro contenido de tragedia masticada. Un actor de raza.

Me llaman de la revista «Época» para preguntarme qué opino sobre la (pen) última genialidad de la ministra Aído: una biblioteca para mujeres. Empiezo aclarando que creo que la señorita Aído se ha explicado mal, porque me resisto a creer en la estupidez en estado puro cuando se trata de un miembro del gobierno de mi país, aunque en este caso el miembro sea miembra. Lode separar a los lectores por sexos me parece tan demencial que induce a risa. Y, además, no es muy original: en época de Franco, los colegio separaban a niños y niñas, y las cosa coleó durante varias generaciones. Hoy, Aído se ha aclarado un poco (es un decir): se trata de recuperar en una biblioteca textos de mujeres que resulta que son buenísimos, pero que han sido relegados porque no los han escrito hombres. Las catacumbas están llenas de excelentes novelas,ensayos y poemas deliberadamente ocultos porque, ay, los escribieron damas, qué desgracia y que pena, menos mal que llega Aído para rescatar los textos de marras de la oscuridad y el olvido. Así que al final lode la biblioteca va a estar bien. Y yo me pregunto ¿para esto hace falta todo un ministerio?

Me escribe Nuria Azancot, de El Cultural de El Mundo, para que le escriba unas líneas sobre la polémica sobre el español. Le digo que el español no está en peligro. Hacen falta algo más que unas docenas de mamarrachos para hacer peligrar una lengua que hablan más de cuatrocientos millones de personas. Lo que peligra es el derecho de las personas a usarlo en la comunidad gallega, catalana, vasca y balear. Así que estamos hablando no de un problema lingüístico, sino de un problema de libertades. Y eso sí que es peliagudo.

Si un día me da un telele en San Sebastián, por poner un ejemplo, y tienen que operarme de urgencia, me gustaría poder leer el texto de consentimiento que hay que firmar antes de entrar en quirófano. Supongo que a ustedes también. San Sebastián, un hospital, un quirófano… e Íñigo Urkullu pululando por allí. Que gran pesadilla. Qué personaje.

Y ACABA EL PARTIDO Y GANA ES-PA-ÑA. Ambientazo en la Plaza, silbatos, banderas, gritos y aplausos. La escena más bonita, tras el gol de Güiza: un muchacho negro salió de uno de los bares y celebró el tanto de un país que ya siente suyo corriendo entre las mesas, abiertos los brazos como si fueran alas. Esto es España,Urkullu. Y si no te gusta, te montas una liga vasca, que va a ser muy brillante a base de partidos Hernani – Sestao.
Etiquetas: BAído, Derrumbe, El Cultural de El Mundo, Eurocopa, Güiza, Martín Casariego, Nico Casariego, Nuria Azancot, Urkullu

entrada de Marta Rivera de la Cruz a las 19:58

Published in: on julio 17, 2010 at 11:44 am  Deja un comentario  

Los desencantados de la izquierda

La caída del Muro de Berlín no sólo rediseñó las fronteras geográficas y políticas que el comunismo había ido dibujando a lo largo del siglo XX: el fin de la era soviética fue minando además buena parte de los cimientos ideológicos de la izquierda. Algunos pensadores y periodistas de prestigio han explorado desde entonces los caminos que conducen a los planteamientos conservadores y liberales que antes habían criticado. Las rutas que han marcado las han transitado después decenas de veteranos desencantados.
El 11 de septiembre de 2001, Andrew Anthony quería volver al mundo real. Después de pasar toda la tarde encerrado en una sala de cine del centro de Londres, el periodista del diario británico The Guardian buscaba tomar el aire libre y olvidarse de la anodina comedia que debía reseñar para el periódico. Mientras caminaba hacia la salida, los títulos de crédito que ocupaban la pantalla fueron reemplazados por la imagen de un rascacielos en llamas. Anthony se derrumbó en un asiento y escuchó atónito las explicaciones de un reportero acerca de lo que parecía un accidente aéreo sobre las Torres Gemelas. Presa del pánico, salió a la calle y llamó por teléfono móvil a su mujer. Sin éxito. Estaba en Nueva York y ese mismo día volaba a Washington D.C. Al final, logró localizarla y respiró tranquilo.

Así empieza El desencanto (The fallout, 2007), el ensayo autobiográfico de Andrew Anthony cuyo subtítulo es más que elocuente: El despertar de un izquierdista de toda la vida (How a guilty liberal lost his innocence). Porque, para él, aquel día cayeron más que dos edificios. El 11 de septiembre, mientras el World Trade Center se derrumbaba e inundaba el skyline neoyorquino de polvo y ceniza, se desmoronaba también todo el sistema de pensamiento progresista de Anthony: los trucos argumentales, la inamovible lista de enemigos −encabezada, por supuesto, por Estados Unidos− y la visión del mundo que había manejado durante toda su vida, plagada de lugares comunes. Por ejemplo: existe delincuencia porque hay pobreza y racismo, Israel es el causante de los males de Oriente Medio, el capitalismo es una doctrina perversa y voraz, el hombre blanco merece cargar con un sentimiento de culpa y todas las culturas del mundo son igualmente respetables. Con excepción, por supuesto, de la occidental. Pero, ¿por qué fue necesario un suceso tan brutal para que el periodista inglés comenzara a ver las cosas de otra manera?

El horror de Manhattan demostró que en el mundo había peligros bastante mayores que Estados Unidos. Aceptada esta premisa, ¿acaso no cabía la posibilidad de que también estuviese equivocado en otros asuntos políticos que siempre había dado por sentados? ¿Había que mantener una fidelidad eterna a los ideales progresistas aun cuando la realidad se había encargado, con toda su crudeza, de dejarlos caducos? ¿Existía, en fin, la opción moral de mantener los ojos cerrados? Esas eran sus preguntas. “Me veía a mí mismo como alguien que comprendía el mundo, y para mantener esa percepción era indispensable que no intentase comprenderme a mí mismo. En cierto sentido, el 11 de septiembre fue el último asalto, una afirmación mortífera de una nueva realidad que ya existía pero que prefería no ver”, confiesa Andrew Anthony. A lo largo de las páginas de El desencanto, el autor repasa su trayectoria periodística liberado de la corrección política que había dominado su discurso: recuerda su experiencia como voluntario en la revolución sandinista de Nicaragua, arremete contra la legitimación histórica y moral del comunismo, recela de las teorías oficiales sobre la relación entre racismo, pobreza y delincuencia, destapa las contradicciones de muchos intelectuales y artistas progresistas −Noam Chomsky y Michael Moore, entre ellos− y denuncia los abusos de la intransigencia y violencia del islam radical.

“El viaje”. Andrew Anthony no es el único pensador al que los acontecimientos no han dejado otra salida que reciclar sus planteamientos ideológicos. A lo largo del siglo xx, decenas de escritores, filósofos y políticos han experimentado lo que muchos llaman “el viaje”: una progresiva −aunque en ciertos casos súbita y radical− evolución personal desde postulados de izquierda hacia opiniones liberales y/o conservadoras. El descubrimiento de los más de veinte millones de muertos del Gulag −los campos de concentración soviéticos−, la asfixiante opresión de la Stasi, el genocidio y las hambrunas promovidas por el régimen de Mao Zedong, la dictadura camboyana de Pol Pot, las represiones militares en la Europa del Este y, finalmente, la caída del Muro de Berlín en 1989, empujaron a muchos a cruzar la línea que dejaba atrás el sangriento fracaso del comunismo. Gracias a la revelación en periódicos occidentales de los asesinatos masivos y, sobre todo, al impacto de las memorias de los disidentes soviéticos −con el Archipiélago Gulag (1977) de Alexander Solzhenitsyn a la cabeza−, numerosos intelectuales pasaron a denunciar la Revolución que en su momento les había seducido por completo.

Sería inabarcable una relación de las novelas, biografías y ensayos que reproducen la crueldad del totalitarismo comunista. No obstante, es imprescindible mencionar la aparición en 1997 del mastodóntico Libro negro del comunismo: crímenes, terror y represión, un volumen de 800 páginas escrito por varios autores que cataloga minuciosamente las torturas, deportaciones y purgas que acabaron con más de 100 millones de seres humanos en todo el mundo, desde la Unión Soviética hasta Latinoamérica, pasando por China, Corea del Norte y Afganistán. En el prólogo, el historiador Stéphane Courtois, coordinador de la obra, confiesa los motivos personales de su publicación: “Los autores del libro no han sido siempre extraños a la fascinación del comunismo. A veces, incluso, han sido partícipes, desde su modesta situación, del sistema comunista, ya sea en su refrito ortodoxo leninista-stalinista, ya sea en refritos anexos y disidentes (trotskistas, maoístas). Y aunque permanecen anclados en la izquierda −y precisamente porque permanecen anclados en la izquierda− tienen que reflexionar sobre las razones de su ceguera”.

El libro, por supuesto, causó una gran controversia. Las críticas negativas que recibió se basaban en dos puntos: la utilización del término “comunismo” para referirse a un marco muy amplio de sistemas diferentes y la carencia de una comparación con la agresividad de los estados capitalistas. De hecho, varios intelectuales capitaneados por el periodista francés Gilles Perrault publicaron al año siguiente El libro negro del capitalismo, que clamaba contra los crímenes producidos por el comercio de esclavos durante la época colonial, la represión de la clase obrera, los movimientos sociales y políticos que condujeron a las guerras mundiales, las intervenciones de Estados Unidos en Latinoamérica y los excesos de la globalización, entre otros sucesos históricos. Pero los defensores del liberalismo no se quedaron callados. En su ensayo La gran mascarada (2000), el filósofo Jean-François Revel rompió el tabú de comparar el comunismo con el nazismo, tesis que ya habían avanzado el escritor ex-comunista André Gide y el político socialista Léon Blum. Revel, que también había sido militante socialista en su juventud, acusó a Perrault y compañía de imputar al capitalismo varios crímenes que no le pertenecían, como los derivados de la economía planificada del nazismo, que tenían un importante componente socialista. Para el pensador, la diferencia entre el régimen de Hitler y el de Stalin era la sinceridad: “La ideología nazi es directa. Hitler dijo todo lo que se proponía hacer. La ideología comunista, en cambio, estaba matizada por la utopía. Era engañosa. Ofrecía cosas muy notables y atrayentes: la felicidad, la igualdad… Y mucha gente, de buena fe, creyó que todo eso vendría con el socialismo. Y en vez de prosperidad, encontró pobreza; en vez de libertad, opresión”, sentenció Revel en una entrevista concedida a La Ilustración liberal.

“Por qué elijo a Sarkozy”. Francia, tierra natal de Revel, es posiblemente el mejor país-laboratorio del mundo para observar la curiosa relación entre política e intelectualidad. El 30 de enero de 2007, en plena campaña electoral, el periódico Le Monde publicaba un artículo titulado “Pourquoi je choisis Nicolas Sarkozy” (Por qué elijo a Nicolas Sarkozy). Su autor, el filósofo André Glucksmann, ya se había pronunciado varias veces a favor de que el candidato de la UMP tomase las riendas del Elíseo, pero esta vez lo hizo de forma especialmente explícita: “Sarkozy rompe con la derecha acostumbrada a esconder su vacío detrás de conceptos grandilocuentes (…). Una Francia generosa no se olvida de los oprimidos (…). Hoy en día, Sarkozy es el único candidato afín a esta Francia: denuncia el martirio de las enfermeras búlgaras condenadas a muerte en Libia, las masacres de Darfur y el asesinato de periodistas…”. Al mismo tiempo, Glucksmann arremetía contra una izquierda, según él, autocomplaciente y tibia en su compromiso contra los totalitarismos.

Poco después, en el mismo diario, el escritor Jean-Marie Laclavetine daba la réplica con una carta abierta al polémico pensador: “Glucksmann o el amor de un gran hombre”. En ella, le recordaba al filósofo que veinte años atrás el objeto de su admiración era nada menos que el dictador chino Mao Zedong, entre otros “horribles ídolos” de su juventud, y que no estaba en condiciones de impartir lecciones políticas. Pero el aludido ya había dado cuenta de su pasado en su autobiografía Una rabieta infantil (2006): “En mi vida adulta, una de las cosas que más siento fue haber participado por poco tiempo en los favores demasiado desprovistos de críticas que la Francia política reservaba a la figura de Mao Zedong. (…) Han Suyin me propuso visitar la patria de la Revolución Cultural y yo decliné la invitación, seguro del lavado de cerebro al que no escapaba nadie, por muy astuto que fuera…”. En el artículo de Laclavetine latía una acusación habitual a viajeros como Glucksmann: su abandono de las filas izquierdistas les convierte en opinadores desmesurados, hipócritas y resentidos, incapaces de hacer un juicio sensato. No son más que hijos pródigos sin derecho a enderezar su vida política.

Aun así, la presencia casi permanente en los medios de comunicación del propio André Glucksmann y otros pensadores como Pascal Bruckner o Alain Finkielkraut, apoyando públicamente al candidato conservador, espoleó el debate en Francia por dos motivos. Primero, porque rescató la figura del intelectual comprometido que en el pasado habían representado Jean-Paul Sartre, Raymond Aron o André Malraux, y cuya ausencia había criticado Max Gallo en un célebre artículo de 1983, también en Le Monde. Segundo, porque la mayoría formaba parte de la corriente de nuevos filósofos que, después de haber sido seducidos en su juventud por el comunismo, se entregaron a combatir la izquierda radical surgida de las barricadas de Mayo del 68. Desde entonces, sus columnas y ensayos critican con dureza la decadencia política de Occidente −originada por la sensación de culpa tras el colonialismo y las guerras mundiales− y su debilidad para enfrentarse con sus enemigos, entre ellos, el terrorismo y los regímenes totalitarios. Esta visión les ha llevado a defender posturas muy impopulares como la guerra de Irak, el control de la inmigración y la condena del islamismo y del multiculturalismo.

Opiniones que, por supuesto, no les han salido gratis. “Reaccionarios”, “neocons a la francesa”, “racistas” y “voceros de la extrema derecha” son algunas de las etiquetas que los nuevos filósofos llevan pegadas en la espalda. El periodista Laurent Joffrin resumió en un artículo de Le Nouvel Observateur las cuatro características de los “neorreaccionarios”: “1) Para ellos estamos en una guerra que se declaró el 11 de septiembre de 2001. 2) En ella hay una quinta columna que es una extrema izquierda que se ha aliado al islamismo y que es vector de una nueva judeofobia con adornos progresistas. 3) También hay unos tontos útiles, las gentes de una izquierda a la que acusan de ceguera, angelismo e inercia. 4) Ello es manifestación de un síndrome más amplio: el fin del progreso y la disolución de los valores republicanos, occidentales, judeocristianos”.

En 2002, el ensayista e ideólogo del Partido Socialista francés Daniel Lindenberg publicó La llamada al orden. Informe sobre los nuevos reaccionarios. Sus 94 páginas cargan contra los escritores y polemistas que, según el autor, desprecian la cultura de masas, defienden los valores meritocráticos, desconfían de la compatibilidad del islam con la democracia y son abiertamente projudíos, autoritarios y antifeministas. Octavi Martí, corresponsal de El País en Francia, lo reseñó: “El panfleto de Lindenberg tiene el interés de constatar la división del campo de la izquierda así como la transformación misma del mundo. No es un buen libro, pero tiene la virtud de obligar a definir a cada uno por lo que hace y lo que piensa (…) La mayoría de los intelectuales que Lindenberg trata de “nuevos reaccionarios’”son sólo gente inteligente y reflexiva y, sobre todo, harta de espejismos y palabrería”. El economista Yann Moulier-Boutang, hijo del filósofo Pierre Boutang, también criticó la debilidad conceptual de La llamada al orden y aventuró que sus consecuencias no serían mayores que las de “un puñetazo al aire”.

Casi todos estos “nuevos reaccionarios”, pese a haber evolucionado a planteamientos afines a la derecha, siguen considerándose adalides de los ideales fundacionales de la izquierda. En mayo de 2007, el propio Glucksmann afirmaba en una entrevista que “hay que votar al candidato que es más de izquierdas. ¡Aunque él lo ignore! (…) ¡El destino de los más humildes debería ser prioridad de la izquierda! ¡Al menos, por eso me hice yo de izquierdas!”. Bernard Henri-Lévy, el más famoso y mediático de los nuevos filósofos, es otro de los habituales flagelantes del socialismo europeo −sobre todo desde la derrota de Segolène Royal− pero reconoce que la izquierda es “su familia”. En su libro de 2008 Ese gran cadáver caído de espaldas −expresión con la que Sartre definió a la izquierda en 1960−, Henri-Lévy confiesa que, durante la campaña de las presidenciales, Sarkozy le llamó por teléfono para pedirle que escribiese un artículo explicitando su apoyo. El pensador no sólo se negó, sino que acusó a su colega Glucksmann de precipitación tras hacer lo propio en “Por qué elijo a Sarkozy”. Tal y como declaró al diario argentino La Nación, “el papel de un intelectual no es el de manifestarse tan rápido. Su papel es el de pronunciarse, pero lo más tarde posible, después de haber obtenido lo máximo”.

El ‘affaire finkielkraut’. No obstante, el intelectual suele pagar las facturas de sus pronunciamientos, sean tardíos o súbitos, sea por acción u omisión. El filósofo español Fernando Savater lo expuso así en un artículo a propósito de las batallas dialécticas que protagonizó después de las elecciones autonómicas vascas de 2001: “…en este pintoresco país nuestro, o se lamenta el culpable y cómplice silencio político de los intelectuales o se denuncia a los intelectuales culpables y cómplices que no guardan silencio en política”. Alain Finkielkraut, profesor de la Escuela Politécnica de París y miembro de los nuevos filósofos, pertenece sin duda al segundo grupo: guardar silencio no es lo suyo. El autor de célebres ensayos como La humanidad perdida (1998) o La derrota del pensamiento (2004) protagonizó una sonada polémica con ocasión de una entrevista publicada el 18 de noviembre de 2005 por el semanario israelí Haaretz. En el encuentro, Finkielkraut habló sin tapujos sobre los graves disturbios que habían tenido lugar el mes anterior en numerosas ciudades de Francia, que comenzaron en un suburbio de París y concluyeron con 1.295 coches incendiados y 312 personas arrestadas. Para el pensador, los conflictos no fueron una mera expresión del desencanto social: “En Francia se pretende reducir las violencias a su nivel social, verlas como una revuelta de jóvenes de los suburbios (…) El problema es que la mayor parte de esos jóvenes son negros o árabes y se identifican con el islam (…) Hay otros inmigrantes en situación difícil, chinos, vietnamitas, portugueses, que no participan en las violencias (…) Cuando un árabe incendia una escuela, es una revuelta; cuando lo hace un blanco, es fascismo (…) Poco a poco, la idea generosa de la guerra contra el racismo se ha ido transformando monstruosamente en una ideología mentirosa. El antirracismo será en el sigo xxi lo que el comunismo ha sido en el xx”.

Demasiado incendiario como para no hacer una hoguera. Haaretz no vaciló en presentar al entrevistado como “una voz que parece emanar de la boca de un miembro del Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen”. La posterior traducción de la entrevista en la publicación francesa Politis omitía varias frases del contexto y remataba con este provocador −y sesgado− titular: “¡No al antirracismo!”. Tal y como escribiría más tarde Óscar Elía, jefe de Opinión del Grupo de Estudios Estratégicos (GEES), “la lógica del lector hace el resto; si el filósofo combate el antirracismo, sólo cabe una definición para su postura”. A lo largo de aquel mes de noviembre de 2005, la consigna se fue extendiendo por foros, blogs y demás trincheras de Internet: Alain Finkielkraut era un racista. Pese a los intentos del filósofo por defender la integridad de sus comentarios, el ataque mediático ya avanzaba en boga de ariete. El affaire Finkielkraut había comenzado. Desde varias atalayas se le tachó de xenófobo, de frentista, de fascista, de nostálgico de la epopeya colonial. El Movimiento contra el Racismo y por la Amistad entre los Pueblos (MRAP) le denunció por incitación al odio racial y exigió la suspensión de Repliques, el programa de radio que mantenía desde hacía veinte años. Mounould Anouit, secretario general de MRAP, le acusó de ser “portavoz de los clichés del Frente Nacional” y de lanzar declaraciones “de una violencia racial inaudita”. Los quioscos exhibieron la elocuente portada de Le Nouvel Observateur, con un primer plano del rostro del pensador coronando un inequívoco titular: “Les Néoréacs”.

Pero Finkielfraut, hijo de judíos polacos deportados a Auschwitz, no estaba solo. O casi. Intelectuales como Pascal Bruckner, Luc Ferry, Rony Brauman, Philipe Raynaud o Paul Thibaud salieron en su defensa y lamentaron la “emboscada” en la que había caído. No obstante, siguen siendo pocos frente a la ofensiva censora, cuyo momento más penoso se dio el 12 de diciembre de 2005 cuando Finkielkraut, amenazado de muerte, suspendía una conferencia prevista en Madrid. ¿El tema? Alexis de Tocqueville, autor de La democracia en América, uno de los libros más importantes de la historia del pensamiento político y clave para entender el liberalismo.

En familia. El 15 de marzo de 2008, Andy McSmith, periodista del diario inglés The Independent, titulaba así uno de sus reportajes: “From Left to Right: on the Mid-life Political Conversions” (De izquierda a derecha: sobre las conversiones políticas en la mediana edad), un repaso a once escritores, periodistas, filósofos y políticos que habían “viajado” al otro lado en distintas épocas. Entre ellos, el historiador Paul Johnson −que pasó de criticar el clasismo de las novelas de James Bond a aclamar a Margaret Thatcher−, el escritor Fiodor Dostoievski −entre cuya conversión del nihilismo al cristianismo medió un destierro en Siberia− y el considerado “padrino del neoconservadurismo” americano, el recientemente fallecido Irving Kristol, que conoció a su esposa en la celebración de la IV Internacional de 1938, durante su época de mayor beligerancia izquierdista. También destaca en la lista la presencia del famoso dramaturgo David Mamet, de consumada tradición progresista, a quien muchos de sus admiradores no perdonan su deserción política tras publicar el ensayo Por qué ya no soy un izquierdista de encefalograma plano (2008).

En algunos casos, la mutación intelectual no se limita al individuo, sino que afecta a los lazos de sangre. El londinense Kingsley Amis, novelista, poeta y guionista de radio y televisión, alcanzó la fama con su primera novela, Lucky Jim (1954), protagonizada por un hombre común convertido en antihéroe literario. Por aquel entonces, Amis formaba parte del Partido Comunista, donde había ingresado mientras estudiaba en Oxford. La entrada de los tanques soviéticos en Budapest en 1956, con el fin de sofocar la revolución húngara, decepcionó al joven militante, que transmutó en ferviente anticomunista y se incorporó a los Angry Young Men (Los jóvenes airados), una corriente literaria de escritores desencantados con la sociedad británica del momento. Amis no disimuló su conversión en el título de su obra de 1967 Why Lucky Jim Turned Right (Por qué Lucky Jim se hizo de derechas). Su hijo, el también escritor Martin Amis, ha seguido la estela de hombre de letras polémico e influyente. El autor de Koba el temible (2003) −biografía de Stalin y descripción de la intelectualidad europea cautivada por el comunismo− ha sido acusado, entre otras cosas, de misógino, antisemita e islamófobo. En agosto de 2006, poco después del intento frustrado atribuido a terroristas islámicos de hacer explotar diez aviones, Amis declaró en una entrevista a The Sunday Times: “La comunidad musulmana tendrá que sufrir hasta que ponga en orden su propia casa. ¿A qué sufrimientos me refiero? A no dejarlos viajar, limitar sus libertades, registrar a todos los que tengan aspecto de ser de Oriente Medio o Pakistán…”. Las réplicas no se hicieron esperar. El crítico literario Terry Eagleton acusó al novelista de “perseguir y humillar” a los musulmanes, al tiempo que le consideraba un digno heredero del “racista”, “patán” y “borracho” de su padre. Martin Amis achacó el debate a una cuestión ideológica: “El tipo que me atacó es de la vieja izquierda. Es marxista. Y mi padre perseguía ese tipo de cosas. El tipo que yo trato de perseguir es también de izquierda blanda, es un apologista. Tiene una postura ‘moralmente superior’. Yo me considero de izquierda, pero de izquierda racional, de izquierda realista”.

Un buen amigo de Amis, el incisivo polemista Christopher Hitchens, autor de las reveladoras Cartas a un joven disidente (2003), también ha vivido en familia una travesía intelectual. Con su hermano pequeño Peter, militó en las filas del Partido de los Trabajadores Socialistas de Inglaterra, para luego ir desplazándose a posiciones afines a la izquierda liberal, mostrando en los últimos años una feroz oposición a lo que él mismo llamó “islamofascismo”. Ferviente admirador de Thomas Paine y Thomas Jefferson, hasta el punto de nacionalizarse estadounidense en 2007, también ha atacado con dureza cualquier expresión religiosa en columnas y libros como Dios no es bueno (2007). Por su parte, Peter Hitchens, después de trabajar durante veinte años en el Daily Express y formar parte del Partido Laborista de 1977 a 1983, se unió a los tories (conservadores) en 1997, cuyas filas abandonó seis años más tarde porque veía a sus compañeros incapaces de hacer frente al Nuevo Laborismo encarnado por Tony Blair. Curiosamente, en los inicios de la guerra de Irak, Christopher apoyó la política exterior de la Administración Bush, mientras que Peter juzgó que la invasión de Estados Unidos no aportaría nada a los intereses occidentales.

“¿Y usted qué hace?”. Desde luego, el hecho de que tantas personalidades hayan hecho el viaje no obedece a corrientes de pensamiento ni a consignas esporádicas de un movimiento cultural o político, sino que es consecuencia de una experiencia biográfica personal e intransferible. Muchos de los que desviaron la mirada ante la tragedia del Gulag tuvieron que esperar a que cayesen un muro o unos rascacielos para darse cuenta de que el idealismo, por muy bienintencionado que sea, no suele ser buen compañero de la realidad, y de que la misión del intelectual es denunciar los males de la época en que le ha tocado vivir.

Hay teorías para todos los gustos. El periodista barcelonés Arcadi Espada, ex militante del PCE, insinúa que la conversión política puede obedecer a factores científicos: “A mí me fascinan la ciencia y la genética. Hace poco se ha descubierto que los genes de la persona influyen más en su personalidad durante los últimos años de su vida que al principio, donde se está más condicionado por la familia, los amigos, la cultura. Puede que la gente como yo, que al principio éramos de izquierdas y luego viramos a la derecha, en realidad hemos sido siempre de derechas pero en la juventud tuvimos la presión social de un compromiso con la izquierda”.

Para el mencionado filósofo Jean-François Revel, la evolución económica ha terminado por difuminar la tradicional frontera entre izquierda y derecha: “Los partidos socialistas de hoy día sólo tienen de socialista el nombre. El socialismo, tal y como se concibió en el siglo xix y trató de aplicarse en el siglo xx, con la apropiación por el Estado de los medios de producción, ha muerto. Sobrevive sólo como utopía. Y la utopía no puede servir de remedio para los males del propio liberalismo. No hay una vía diversa”.

Muchos de los viajeros que en su día abandonaron la izquierda para luego combatirla desde la trinchera mediática, como Revel, Glucksmann, Andrew Anthony, Martin Amis y tantos otros, han sido acusados en numerosas ocasiones de cambiar de postura como una veleta agitada por el vendaval del oportunismo. En su introducción a El choque de los fundamentalismos (2002), el pensador Tariq Ali les apuntó con el dedo: “Los que más me preocupan son otro estrato de intelectuales: los hombres y mujeres que en su día estuvieron intensamente dedicados a las actividades de izquierdas. Algunos han hecho un corto trayecto desde los márgenes de la política radical hasta las antesalas del Departamento de Estado. Como tantos conversos, demuestran una agresiva confianza en sí mismos. Después de poner a tono sus capacidades ideológicas y dialécticas en las filas izquierdistas, ahora las despliegan contra sus antiguos amigos. Por eso se han convertido en bufones útiles para el Estado. Se les utilizará y luego se prescindirá de ellos”.

Pero, ante este tipo de imputaciones, todos los traidores podrían acogerse a la famosa réplica del economista británico John Maynard Keynes: “Cuando los hechos cambian, yo cambio de opinión. ¿Y usted, señor, qué hace?”.

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Los desencantados de la izquierda

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Los protagonistas. El fin de la era soviética minó buena parte de los cimientos ideológicos de la izquierda

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Categorías: Comunicación, Historia, Internacional, Literatura, Sociedad

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Published in: on julio 17, 2010 at 11:23 am  Deja un comentario  

12 razones para la vida


Texto Rocío García de Leániz [Com 11] y Javier Marrodán [Com 89] Fotografías Manuel Castells [Com 87] y Dpto. de Ginecología de la Clínica Universidad de Navarra.

Hay pocos debates con posiciones tan previsibles y rocosas como el del aborto. Los argumentos antropológicos, morales o médicos se pierden con frecuencia en el fondo de una sociedad adormecida por sus propios hábitos. Por eso, las mejores razones en favor de la vida hay que buscarlas muchas veces en los quirófanos, en las farmacias, en la puerta de una clínica abortista o en el cuarto de estar de una familia que afronta un embarazo inesperado.

Fotografía: Manuel Castells.

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1. “Han pasado 19 años desde que aborté y todavía lloro por aquel hijo”

Esperanza Puente. Madre que abortó.

Cuando aquel test de embarazo dio positivo, yo me encontraba muy sola. Era la época de la movida madrileña, tenía 25 años, había aterrizado en la capital dispuesta a comerme el mundo, y el padre de la criatura desapareció de mi vida en cuanto le comuniqué la noticia. Me sentía abandonada, tenía miedo al desprecio de la gente, y tomé una decisión que hoy me parece inimaginable: abortar. Fue algo casi instintivo, ni siquiera sospechaba que pudiese haber alternativas. Fui a una clínica donde sabía que no iba a tener problemas. Pagué por adelantado lo que me pidieron —una cantidad generosa— y me senté en la sala de espera. Nadie hablaba en aquella estancia. Algunas mujeres murmuraban algo y sus acompañantes les tranquilizaban con expresiones del tipo “No va a pasar nada”. Me hicieron una ecografía, pero apenas pude verla. Creo que es parte de su protocolo. Hablé con el psicólogo, firmé los papeles que me pusieron delante y me dejé llevar. Era como si me diese igual lo que hicieran conmigo, como si hubiera perdido el rumbo.

En el quirófano cometieron un error. Ya me habían operado y yo respiraba lentamente con los ojos cerrados. “No ha pasado nada”, me repetía a mí misma, tratando de convencerme. Cuando abrí los ojos vi que se habían dejado en la sala los restos de mi hijo. Fue una negligencia médica del centro, pero a mí me sirvió para caer en la cuenta de lo que había hecho. Es una imagen que se me quedó grabada para siempre.

Una vez me preguntaron qué diferencia había entre el dolor de abortar y el de dar a luz un hijo. Es algo muy fácil de explicar para quien ha pasado por ambas experiencias. En el parto, los dolores que sufres son intensos, pero momentáneos. Sabes que hay que sufrirlos, pero también sabes que después te espera una recompensa muy feliz: la de ver la cara de tu hijo. Cuando abortas, el dolor te deja una sensación de vacío. También parece entonces que te están arrancando los intestinos, pero esta vez no hay recompensa: al quirófano entran dos personas y sólo sale una. Ese vacío es un dolor que se queda para siempre. Han pasado 19 años desde que yo aborté y todavía lloro por aquel hijo.

2. «El embrión y la madre mantienen una comunicación desde el primer día de vida»

Natalia López Moratalla. Catedrática de Bioquímica Biología Molecular.

Desde el primer día de vida, el embrión y la madre mantienen una comunicación. Un diálogo molecular que inicia el embrión al enviar moléculas que reciben los receptores específicos de la madre. En respuesta, ella produce sustancias que permiten el desarrollo del embrión, le inyectan vitalidad, le indican el recorrido que debe seguir y el lugar donde debe detenerse para anidar.

Con esta comunicación, el embrión, mitad materno y mitad paterno, anida en una atmósfera de tolerancia inmunológica que hace que la madre le perciba como algo no propio y, sin embargo, sin señales de peligro que activarían las defensas y lo rechazaría. Algunas células madre de la sangre del feto pasan a la circulación materna, se almacenan en la médula ósea y se dispersan en los órganos de la madre, los rejuvenecen y colaboran en la regeneración de su corazón, hígado, etcétera.

La neuroimagen ha permitido observar cómo con el embarazo el cerebro de la mujer cambia, estructural y funcionalmente, al responder a las consignas básicas que recibe del feto. Se crea en el cerebro materno, de forma totalmente natural, el vínculo de apego, que la inclina a comprender, cuidar y proteger a los hijos.

3. «Lo único que necesitaba aquella mujer era alguien que le ayudase, y bastó conmigo: un cualquiera de 21 años»

Javier López. Voluntario provida.

Se bajó de un coche negro que se había detenido junto a la puerta. Tendría unos 35 años. Yo sólo disponía de cinco segundos para acercarme a ella y para tratar de convencerle de que no entrase. Era muy poco tiempo. Menos aún si se tiene en cuenta que en aquel momento yo era un cualquiera de 21 años que había terminado 3º de Publicidad y Relaciones Públicas en Pamplona y que llevaba sólo unos días en Nueva York. Pero había que intentarlo. Por eso, Ignacio y yo fuimos rápidamente a su encuentro.

La mujer estaba ya en la primera puerta cuando llegamos a su altura y empezamos a decirle todo lo que se nos pasaba por la cabeza: “Tenemos ayuda gratis”, “Tú no quieres esto para tu bebé”, “No es tu última opción”, “El niño te querrá”… Eran más o menos los argumentos que nos habían repetido en Expectant Mother Care (EMC), la organización provida con la que acabábamos de empezar a colaborar. Ella continuó hacia la segunda puerta como si no nos escuchara. Nosotros insistíamos, aunque pensábamos que no había mucho que hacer.

Cuando ya tenía agarrado el pomo de la puerta, se detuvo mirando al suelo, dubitativa. Después levantó la vista y nos miró a nosotros. Luego a la puerta. Y se puso a llorar. “¡No entres!”, le pedimos. Se quedó inmóvil, llorando. Estuvo así durante casi diez minutos, hasta que soltó el pomo y vino hacia nosotros.

Sus ojos eran un poema, suplicaban ayuda. Ella sabía que en su interior había un niño, pero estaba sola, desesperada, sin dinero. Nos abrazó mientras reía y lloraba a la vez. Lo único que necesitaba era alguien que le ayudase, y bastó conmigo: un cualquiera de 21 años. Nuestra jefa en EMC la llevó a una casa de maternidad, y después supimos que esperaba gemelos y que estaba muy feliz, que sólo la desesperación le había llevado hasta la puerta de aquella clínica.

Cuando me confirmaron que no iba a abortar, en vez de sonreír de oreja a oreja me quedé aturdido: un tío de 21 años, que sale tres veces por semana, que aún estudia en la universidad, que lo único que quiere es irse con los colegas, que es más vago que nadie, había conseguido que una mujer no abortara.

Uno piensa que una historia así es algo que sucede en las películas; que hay unos pocos “elegidos” por ahí que se encargan de ayudar a los demás. Y de elegido nada: un chico de 21 años se puso delante de una chica y le dijo unas pocas palabras. Eso era todo lo que ella necesitaba en aquel momento.

4. «Estaba operando a una embarazada de veinte semanas y la niña tuvo fuerza suficiente como para darme una patada en la mano»

Carlos Larrañaga. Ginecólogo.

Durante el embarazo, las mujeres gestantes pueden padecer una complicación que se denomina “incompetencia cervical”. Consiste en que el cuello del útero se dilata sin contracciones. Es un fenómeno que se suele producir cuando aún faltan muchas semanas para el parto. Antes, cuando ocurría esto, el embarazo se abandonaba a su suerte. Se administraba a la mujer alguna medicación, pero la eficacia del tratamiento era muy relativa. Hace unos años, algunos ginecólogos pensaron que el problema se podría afrontar mediante un cerclaje de urgencia: se trataba de reintroducir la bolsa amniótica en el útero y cerrar a continuación el cuello del útero con una especie de cinta. Es una técnica que en su momento fue calificada de “heroica” por algunos profesionales de la ginecología. Nuestro grupo aprendió el procedimiento y hemos realizado ya bastantes cerclajes de urgencia. La operación le supone a la madre un ingreso prolongado y mucha medicación. Algunas mujeres tienen que hacer después rehabilitación. En una ocasión, yo estaba practicando una de estas intervenciones. Era un embarazo de unas veinte semanas. Cuando separaba las membranas para llevar a cabo el cerclaje, la niña tuvo la fuerza suficiente como para proporcionarme una patadita en la mano. Fue como un escalofrío que viajó desde mis dedos hasta la columna. Nunca olvidaré la chispa de vida que tiene un feto de veinte semanas.

Published in: on julio 16, 2010 at 2:39 pm  Deja un comentario  

El alma rusa en un gigante


El peregrino encantado

Nikolái Leskov. Alba, 2009

Una comitiva de viajeros se encuentra en las afueras de San Petersburgo con un extraño peregrino. Enseguida traban conversación y el individuo se anima a contarles su vida, tan vasta y extraordinaria que ocupa toda esta novela fascinante y singular. Su autor, Nikolái Leskov, es un clásico escondido de la gran literatura rusa del siglo XIX. Admirado por Thomas Mann, Maximo Gorki o Walter Benjamin, su obra apenas ha sido conocida en España. Y, sin embargo, resiste bien la comparación con la de los grandes: Tolstoy, Dostoievsky, Turgueniev o Chéjov. Más aún, quizá ninguno de ellos ha estado tan cerca del alma rusa como Leskov, quizá porque trató siempre de dar la palabra a los individuos que pudo conocer entre pueblos y estepas, mientras ejerció a lo largo de años su profesión de viajante.
El gigantón Iván, El peregrino encantado, es un prototipo del hombre bueno y al mismo tiempo brutal que puebla los libros de este escritor que se limitó a escuchar las historias de la gente sencilla. Por eso esta obra, que rezuma oralidad por todos lados, está compuesta por cientos de anécdotas tan fantásticas –algunas con un aire picaresco–, que resulta imposible que le hayan sucedido a una única persona en su vida.
De niño Iván mata a un monje por culpa de una gamberrada, luego salva a otras personas arriesgando su propia vida, escapa de la finca donde trabaja de tratante de caballos, lo secuestran los tártaros… En efecto, el protagonista quiere ser una síntesis de esa amalgama de religiosidad, violencia, curiosidad y humor disparatado que conformarían el carácter del hombre ruso. Alguno dirá que es inverosímil encontrar personas como Iván, pero a Leskov la verosimilitud no le importaba, acaso porque sabía que la realidad puede llegar a ser más increíble que la ficción.

Javier de Navascués
© Nuestro Tiempo | Edificio de Ciencias Sociales, Universidad de Navarra.

Published in: on julio 16, 2010 at 2:18 pm  Deja un comentario  

El saber no ocupa lugar


Cristina Abad

Por San Jorge fue un libro y una rosa. Y por mayo, la presentación en la Feria del Libro de la plataforma digital creada por Mondadori, Planeta y Santillana para lanzar al mercado 7.000 títulos en e-book. ¿Qué dirían el Bardo de Avon y el Manco de Lepanto si levantaran la cabeza?

Cuando San Juan redactó su evangelio, los libros eran unos aparatosos rollos de papiro: “Hay también otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales, si se escribieran una por una, pienso que ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir”.

Quizá Gutenberg pensó en la Biblia como primer libro impreso para responder al reto del evangelista y, ciertamente, inundó el orbe con los hechos y las palabras de Cristo, aunque, después de cinco siglos, todavía nos queda espacio. Hoy, el saber apenas ocupa lugar en unos pocos kilobytes de memoria y su capacidad de difusión es prácticamente ilimitada. Con el libro digital ya no nos ocurrirá lo que a don Quijote de la Mancha, que “llegó a tanto su curiosidad y desatino (…) que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura, para comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos”.

Ipad, Kindle. Los escritores y editores tiemblan. La espada de Damocles pende sobre al mercado literario. ¿Leeremos más en un futuro próximo? Dudo que los que no leen en papel se animen ante la novedad digital, pero los lectores voraces leeremos más, sin duda. No reniego del progreso y prueba de ello es que he sido capaz de leer en la estrecha pantalla de mi PDA Ana Karenina, El retrato de Dorian Gray, La metamorfosis, La carretera y El candor del Padre Brown. La pregunta es: ¿Leeremos mejor? El e-book tiene sus ventajas: la ligereza, la portabilidad, la accesibilidad. Pero hay algo de relación amorosa entre el lector y el libro que pasa por la materia y que se pierde con el formato digital. Es posible que sea sólo cuestión de acostumbrarse, como lo hicieron nuestros antepasados del siglo XV al pasar de la miniatura y el rasgo vigoroso de la pluma a la letra de caja despersonalizada y fría como la lápida de un difunto anónimo. Esa relación está llena de pequeñas costumbres, de guiños, de ritos: el tacto del papel, el modo personalísimo de pasar las páginas humedeciendo el índice, las esquinas dobladas, las notas al margen que encontramos al curiosear en la biblioteca familiar o en la librería de viejo. Las fotos, los pétalos, los calendarios pasados… Todo esto perdemos como se perdieron las declaraciones de amor al pie de la ventana.

Los años, los meses, los días perdidos por librerías y bibliotecas; la ansiedad de la búsqueda, la ilusión atesorada, el afán con que arañamos el sueldo a fin de mes, el temor a que se agote la edición, la dicha incomparable del encuentro. Hay libros que nos transportan a noches de lectura clandestina con linterna bajo las sábanas, pasado el toque de queda infantil; libros jóvenes, vibrantes, de lomos prietos, que nos abrieron la mente a la verdad, a la vida y al amor, y que aguardan en sus estantes como testigos de nuestro crecimiento; libros-reliquia con reúma entre las páginas, de tapas desvencijadas que pican en las manos, en la nariz y en el corazón. Libros que son regimientos en orden de batalla, como los del padre de Profi, el niño judío de Una pantera en el sótano; libros que acaban por secar el cerebro, como los que, de claro en claro, leía don Quijote.

A un clic de iBookStore o de Amazon las cosas se ven de otra manera. Se da rienda al deseo, y, como pasa con todo consumismo exacerbado, la satisfacción dura menos. Asistiremos a una saludable convivencia generacional, hasta que, con los años, acabemos por acostumbrarnos a no palpar, no oler, no tener una manera personal e intransferible de amar las obras literarias. Es ley de vida. El progreso es inexorable y positivo. Pero déjenme que en estas postreras horas cante mi elegía al libro impreso. Después de más de quinientos años lo merece.

http://batiscafo.wordpress.com/

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Published in: on julio 15, 2010 at 5:37 pm  Deja un comentario  

Miguel Delibes in memoriam


Miguel Delibes in memoriam
Texto Paco Sánchez [Com 81, PhD 87] Ilustraciones Adolfo Calleja

La mayoría de los españoles lo conocieron mientras cursaban el bachillerato. Y muchos ya no dejaron nunca de leerlo. Sus novelas recogieron los últimos latidos del mundo rural castellano, con paisajes austeros pero llenos de matices, y con personajes tiernos y defectuosos, como los de verdad. Miguel Delibes vendía anualmente cientos de miles de ejemplares porque fue un gran trabajador de la literatura.
En el verano de 1981, durante una guardia, se agotaron las provisiones de lectura que me había llevado al servicio militar. Como no podía salir del cuartel, me fui poco esperanzado a la biblioteca de tropa. Se llamaba así, aunque era la única que había. Regresé al plácido despacho de oficial de guardia con El camino de Miguel Delibes. Se trataba de la edición en pastas duras de Áncora y Delfín y fue un hallazgo. A Delibes lo había conocido en el libro de literatura de sexto de bachillerato. Venía en letra pequeña, pero con foto, en la breve sección dedicada a la literatura española contemporánea. Recuerdo que, aunque los autores destacaban especialmente La sombra del ciprés es alargada (1947), el profesor nos hizo leer Las ratas (1962). Me pareció un libro dolorosamente sórdido e innecesario. No entendí por qué alguien podía empeñarse en imaginar y escribir una historia como la del Nini. Años después, no sólo lo comprendí, sino que Las ratas se convirtió en una de mis novelas favoritas.

En El camino, sin embargo, encontré un Delibes nada sórdido, dueño de una prosa inimitable, sonora, rítmica, tersa, que hacía hablar a sus personajes con una facilidad tan grande que causaba estupor: parecía que aquellos diálogos se escuchaban. La crítica siempre ha admirado en Delibes su capacidad para “poner voces” a los personajes. Había mucha tristeza también en El camino, pero no era amarga, sino más bien la explicitación de esa angustia que genera el mero vivir y a la que toda persona intenta dar sentido. Leí el libro entero durante la guardia. Volví por más Delibes a la biblioteca, pero no había.

Más tarde conseguí Diario de un cazador (1955) y Diario de un emigrante (1958) a través del Círculo de Lectores. El personaje de Lorenzo, sobre todo en su versión cazadora, me hizo sentir envidia y me dio más ganas de escribir. Quizá, porque aquel hombre se me hacía conocido y comprensible. Quizá, porque aquella historia podría haberla contado yo, aunque nunca tan bien. Sin embargo algunos críticos la consideraron “tipismo”, algo aceptable, pero de segunda. Lorenzo volvió cuarenta años después en Diario de un jubilado (1996) para mostrar, me parece, la profunda decepción de Miguel Delibes ante la trayectoria moral de la sociedad española. La misma que le llevó a decir en una entrevista que los mayores “antes se morían de viejo y ahora se mueren de asco”.

Una tesis sobre Delibes. Todo español tiene su Delibes preferido, algo que sólo se puede decir de él, y de ningún otro escritor. Cuando, en 1983, Manuel Casado orientó mi tesis doctoral hacia la obra periodística del novelista, ya tenía mi propio Delibes preferido. Así que acepté de inmediato la idea y completé mis lecturas. Encontré Cinco horas con Mario (1966) en una colección barata de Salvat (aquella verde, ¿recuerdan?) y La hoja roja (1959) en la de RTVE . Aunque siempre fue fiel a Josep Vergés y a su editora, la barcelonesa Destino, cualquier colección popular y todas las antologías intentaban incluir una obra suya. Compré el resto en Destinolibro, la misma colección barata en la que terminaría por publicarse mi tesis. Acababa de salir allí El otro fútbol (1982), del mismo año que Los santos inocentes, otra de sus grandes novelas, y la que mejor se adaptó para el cine.

Escribí a Delibes pensando que le alegraría la idea de una tesis doctoral sobre esa otra faceta suya, la periodística. Pero me contestó que no veía asunto suficiente para dedicarle una tesis. Insistí y, finalmente, me concedió una entrevista. Me acerqué a su casa de la calle Dos de mayo lleno de aprensiones. Sabía que no era el primero ni el segundo ni el tercero al que se le ocurría escribir sobre Delibes. Me habían precedido muchos, y sólo por su libro Un año de mi vida (1975), una especie de diario que había publicado en la revista Destino, desfilaban bastantes de aquellos jóvenes investigadores nacionales y extranjeros que fueron recibidos por él en aquella misma casa, en la misma sala tan blanca presidida por una difundidísima fotografía en blanco y negro de la pareja Delibes. La conversación duró dos horas y Delibes insistió en que no había tema de tesis. Supe ahí, sin embargo, que había escrito crónicas de fútbol para la revista Vida Deportiva y me enteré de otros detalles. Me los contaba, como resignado, y al poco volvía a pedirme que dejara aquella tesis. Al final, en la despedida, me regaló un libro, Conversaciones con Miguel Delibes, de César Alonso de los Ríos, y me dijo que alguna de las cosas que le había preguntado estaban allí. “¿Lo has leído?” Tuve que reconocer que no. En el tren de vuelta, mientras devoraba su larga entrevista con César Alonso, comprendí que había desperdiciado la tarde: allí estaban todas las respuestas a mis preguntas y… mucho más. Entonces pensé que sus intentos de persuadirme se debían más a la ineptitud que yo había demostrado que a la poca consideración en que parecía tener su labor periodística. Con el paso de los años, veo en aquello una delicadísima actuación del escritor, que podía haberme interrumpido en medio de la conversación para mandarme a mi casa a estudiar. En lugar de eso, respondió pacientemente y me regaló luego el libro. No era el tipo intratable del que algunos hablaban.

Un periodista incómodo. De todos modos, no volví a visitarle hasta pasados dos años. Para entonces, me había leído entero el archivo de El Norte de Castilla, gracias a Fernando Altés Villanueva, que había sido gerente de El Norte en los tiempos en que Delibes asumió la dirección del periódico. Cuando pedí permiso para acceder al archivo, me mandaron a su despacho. Era entonces consejero delegado y uno de los principales accionistas. Delibes también era accionista y consejero y, con algunos otros, se reunían una vez por semana en el periódico, los viernes.
No recuerdo la fecha de mi segunda entrevista con él, pero fue un viernes después de comer. Luego fuimos juntos al periódico: él a su reunión y yo, al archivo. Cuando terminaron, Fernando Altés se me acercó sonriente –no sonreía mucho, me extrañó– y me dijo: “¿Qué le ha hecho usted a Miguel?” Respondí que nada, bastante asustado. “Es que ha entrado en la reunión diciendo un taco y que había estado con un tío que sabía de su vida más que él”. Le conté que esa tarde había querido confirmar con él algunos detalles de su paso por la dirección de El Norte de Castilla, pero apenas conseguí llegar a la segunda pregunta (llevaba más de doscientas, que luego le remití por carta), porque habíamos gastado la hora y media disponible en discutir sobre los detalles de su dimisión. Yo respondía a sus recuerdos con documentos. Le impresionó que tuviera, por ejemplo, los telegramas de los ministros de Agricultura y Obras Públicas, que le convocaban, sin que él lo pidiera, para darle entrevistas. Él repetía: “Pero esto siempre lo he contado de otra manera”. Sin embargo, esta vez ni me pidió que lo dejara ni intentó que yo ajustara la versión de los hechos a la de su memoria. Otra vez la humildad de Delibes.
Aun así, me pareció prudente no dejarle ver ninguna documentación (las cartas que había cruzado en aquellos tiempos con Altés, con diversos miembros del Consejo de Administración o con las autoridades nacionales y locales de la Dirección General de Prensa, por ejemplo), hasta que la tesis estuviera redactada. Cuando le mandé los setecientos folios, me hizo una llamada telefónica conmovedora: le parecía que el personaje que había luchado de aquella manera en el mundo periodístico del franquismo no era él, se reconocía, sí, en cada acontecimiento –algunos los había olvidado por completo–, pero ahora tenía la sensación de que aquello era una novela o una película, y él, un personaje.

Las novelas y el periodismo. Realmente el Delibes periodista es un personaje de novela. De hecho, había aparecido bastante en Cinco horas con Mario (1966) y reaparecería más tarde, desde otro ángulo, en las Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso (1983). Siempre reconoció que se hizo escritor en el periodismo. No resulta difícil comprobarlo en la evolución de su labor: desde su balbuciente primera crónica (1942) –le avergonzaba mucho– hasta que se puso a escribir La sombra del ciprés es alargada pasaron apenas tres años, y sorprende menos el salto si se acompañan las muchas crónicas, artículos, críticas de cine y de libros que escribió en esos meses en los que, además, como de paso, ganó también la Cátedra de Derecho Mercantil en la Escuela de Comercio de Valladolid. En los textos de la época, por cierto, apuntan ya las preocupaciones que tematizaría en La sombra del ciprés es alargada (1947) y, sobre todo, en El camino (1950): la infancia, el sentido del origen, la vocación, la muerte.El periodismo siguió nutriendo los asuntos de sus novelas y de algunos relatos: es el caso, muy especialmente, de Las ratas y Viejas historias de Castilla la Vieja, que nacieron de ficcionar lo que no podía noticiar en el periódico: la ruina y el empobrecimiento del mundo rural castellano. “Los comunistas dicen que en las novelas de Delibes se ataca al Régimen”, argumentaba un mandamás de la Dirección General de Prensa que no quería nombrarle director.
Realmente, el creador de personajes era un personaje de novela y se reconoció como tal al leer aquella tesis. Sólo me pidió dos cosas: que no publicara la primera crónica y que no llamara “Angelines” a su mujer, porque –aunque algunos la conocían por ese nombre–, dijo: “Nunca la hemos llamado así”. Sólo atendí el segundo ruego. Cuando se fijó la fecha para la defensa de la tesis para finales de enero de 1987, le invité por teléfono: “Iré salvo que caiga la gran nevada”, me dijo. Y cayó la gran nevada.

Delibes en la universidad. La víspera, el 26 de enero, dando por supuesto que no vendría, llamé a Altés para otra cosa. Su secretaria me dijo: “Se ha ido con el señor Delibes a una tesis doctoral a Pamplona”. Los localicé en un hotel discreto del centro. El 27, bastante antes de la hora, apareció en la Universidad el Volvo plateado que conducía Delibes. El rector los recibió y se los llevó a su despacho. El Aula Magna estaba abarrotada por un gentío de alumnos y profesores, algo inusual en ese tipo de actos académicos. Todo el mundo quería verle. Dos horas largas después, en cuanto terminó el acto, se marchó sin aceptar la invitación a comer, pese a que era ya muy tarde. Quería llegar con luz a Valladolid. No hace falta que pondere siquiera su gesto: a Delibes le costaba mucho salir de Valladolid y, más aún, acudir a cualquier evento social del carácter que fuera.
Las semanas siguientes me resultaron raras: después de casi cuatro años empecé a vivir sin Delibes. Notaba su falta. Lo reencontré brevemente ese verano en la ceremonia de su investidura como doctor honoris causa por la Universidad Complutense. Allí conocí a Francisco Umbral, que me pareció más alto, más fuerte y mucho más normal de lo que imaginaba. Y allí esperaba saludar a otros que, como Umbral, se habían formado como periodistas a su vera. Casi todos eran entonces muy conocidos y, probablemente, las comprensibles exigencias profesionales les impidieron estar allí: José Jiménez Lozano, Martín Descalzo, César Alonso de los Ríos, Manu Leguineche y tantos más.
En 1989 salió mi libro, Miguel Delibes, periodista, agotado desde hace muchos años. Aprovechó la colaboración mensual que mantenía con la Agencia Efe para citarlo de pasada, a propósito de unos recuerdos de sus comienzos en El Norte. El artículo fue tercera de ABC y lo recogieron bastantes diarios. Estoy seguro de que contribuyó de manera decisiva a la rápida venta del libro.

Un trabajador de la literatura. Le vi muy poco durante los años noventa: en un congreso que se celebró en Valladolid y cuando fuimos a entregarle el primer Premio Luka Brajnovic de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra. En el Congreso estuvo sólo un rato y al salir, de mi brazo, los fotógrafos se amontonaban para retratarlo. Nunca me preocupé de conseguir una de aquellas fotos y cuánto me arrepiento ahora. Celebramos el Premio Luka Brajnovic con un almuerzo en El caballo de Troya, un restaurante cercano a la Plaza Mayor de Valladolid, que lleva el nombre del suplemento de El Norte de Castilla con el que Delibes, “pisando la raya sin saltarla”, aguijoneaba las conciencias adormecidas del franquismo.

Aunque no le veía, le mandaba cartas por su santo, por su cumpleaños o para comentar la aparición regular de sus libros: una novela cada dos años o tres años y, en medio, libros menores: una recopilación de artículos, algunas narraciones breves: Castilla habla (1986), Tres pájaros de cuenta (1987), Mi querida bicicleta (1988), Mi vida al aire libre (1989), Pegar la hebra (1991), etcétera. Conviene subrayar esto. Delibes fue un gran trabajador de la literatura. Vendía anualmente cientos de miles de ejemplares, había publicado para entonces más de treinta títulos, pero siguió escribiendo. Podía haberse dedicado al márketing, a dar conferencias, a dejarse ver, a cultivar su imagen de pionero del ecologismo, que lo era. Sin embargo, siguió encerrado en Valladolid, trabajando. El resultado es una obra amplísima y muy variada que cerró en esos años con dos grandes novelas: Señora de rojo sobre fondo gris (1991) y El hereje (1998), con la que ganó de nuevo, a los 78 años, el Premio Nacional de Literatura.

Sensibilidad extremada. A veces le llamaba, a veces le escribía. Él contestaba a vuelta de correo en unos tarjetones apaisados, blancos, en los que podía leerse “Miguel Delibes” en letra inglesa sobre la esquina superior izquierda. Escribía brevemente y a mano, con tinta azul y caligrafía inimitable, difícil de descifrar. Con los años, la letra fue volviéndose temblorosa, hasta que se limitó al encabezamiento y a la firma, porque el cuerpo de la carta lo mecanografiaba una secretaria.
Delibes trabajaba por las mañanas y hacía una siesta corta después de comer, hasta poco antes de las cuatro. Procuraba llamarle a esa hora las poquísimas veces que lo hacía. Recuerdo con particular intensidad tres conversaciones telefónicas, además de las que ya he citado. La más antigua corresponde a 1991, el año en que se publicó Señora de rojo sobre fondo gris. Hablamos de la novela y de lo mucho que había disfrutado reconociendo a los personajes reales detrás de los de ficción. Le dije que aquel día me habían invitado a hablar sobre el libro en el Colegio Mayor Roncesvalles, y que una estudiante había dicho que le gustaría tener un día un marido que la quisiera como el pintor de la novela quería a su mujer. Me pareció que le gustaría, pero se turbó, empezó a tartamudear, y tuvimos que dejarlo. Fue otra indelicadeza por mi parte, porque conocía de sobra la intensidad autobiográfica de la historia.
Delibes tenía un aire quizá distante, pero era muy emotivo. Su sensibilidad extremada se manifestaba, por ejemplo, en la incapacidad de asumir cualquier injusticia, sobre todo, ajena. Esto le dio muchos problemas desde muy pronto, también de salud. En contra de lo que algunos parecen sugerir, Delibes no sufrió la primera depresión con la muerte de Ángeles, su mujer. Efectivamente, ella le equilibraba. Pero pasó muy malos momentos, “de negruras” como él decía, ya en los comienzos de los años sesenta: algo comprensible si se tiene en cuenta que era padre de siete hijos y director de un periódico en un régimen que no le veía con simpatía y que puso todas las trabas imaginables a su carrera profesional como periodista. Pero esa misma sensibilidad extremada le permitió dibujar sus personajes y cargarlos de defectos, siempre velados por cierta ternura, como él subrayaba.

Un paseo y una comida. La siguiente charla telefónica que quisiera recordar debió de suceder, para mi vergüenza, en el 2002 o en el 2003. El motivo del sonrojo es doble: le llamé después de algún tiempo sin hacerlo y porque me lo pidieron en mi periódico, La Voz de Galicia. Circulaban, otra vez, rumores fortísimos de que le concederían el Nobel de Literatura aquel año. Me lo desmintió. No es verdad, como algunos han dicho, que le diera igual. Pero sí es cierto que le importaba mucho menos que a cualquier otro candidato. De hecho, no sé si hubiera ido a recogerlo. Apenas se movió de Valladolid después del cáncer de colon.
En esa misma conversación me pidió que lo visitara, “para dar un paseo y comer”. Me extrañó; nunca me había propuesto algo así, y le dije que iría. Pero tardé dos o tres años en hacerlo. Esta es la otra vergüenza. Fui en febrero del 2006. Me esperaba ya sentado en su despacho, tan austero, con el cuadro de la Señora de rojo sobre fondo gris a la espalda. La vista se me iba constantemente al lienzo sin marco. Delibes empezó a hablar. Me contó de su salud, se quejó un poco. La cara se le había redondeado y estaba más gordo y encogido. Dijo algo sobre mi libro y me pidió que se lo dedicara otra vez. Salimos a comer y eso fue el paseo: menos de quinientos metros hasta el restaurante. Se cogió de mi brazo y así caminamos por la calle. Nos cruzábamos con gente. Quizá muchos de ellos le veían a menudo, quizá eran vecinos. Si me hubieran entrado ganas de presumir, de engallarme con Delibes del brazo, hubiera hecho el idiota, porque tenían ojos sólo para él. Unos ojos que se alegraban como si alguien les hubiera regalado una sorpresa dulce. Se quedaban mirándole tanto tiempo como podían, a veces, parándose. Delibes se comportaba como si no lo advirtiera. Cuando deshicimos el camino se vio una pequeña herida en el meñique de la mano izquierda. Sangraba un poco. Entramos en una farmacia para comprar unas tiritas. Dudo que el farmacéutico hiciera más fiesta si viera entrar al rey en su establecimiento. Le puso la tirita, le regaló una caja, que él rechazó, y nos acompañó hasta la puerta.
En el almuerzo, contó historias de todas las clases, incluso cotilleos. Era un gran conversador. Ilustró una de ellas, sobre un personaje local, con algunos dibujos en un folleto del restaurante La Pedriza. Se lo quité y lo guardé en el bolsillo. Me miró como si fuera tonto. Nos zampamos un lechazo. Pidió que me dieran “el bocado del pastor”, y explicó que era el más suculento y que por eso se llamaba así. Comió con buen apetito y sin dejar nada. En aquella conversación tenía algo que decirme, pero no me lo dijo. Sin embargo, de repente, se dio cuenta de que yo había captado lo que quería pedirme y dijo muy rápido: “Llama a mi hijo”. Pensaba que sólo los gallegos éramos capaces de ese tipo de mañas y, desde luego, me sorprendieron mucho en alguien tan directo y tajante como él, tan brusco a veces. Me regaló el último libro, La tierra herida, una larga entrevista a su hijo Miguel, biólogo, que se había publicado un año antes y ya iba por la sexta edición. Me hizo una dedicatoria que terminaba así: “… Y en la esperanza de que me ayude a salvar la Tierra”.
Telefoneé a Miguel Delibes por última vez al atardecer del 19 de octubre del 2008, víspera de su penúltimo cumpleaños, pero esta conversación me la guardo. Sólo supe repetir, como un bobo, “pero don Miguel, don Miguel… No diga eso”, porque hablaba con la ternura, la emoción y las palabras de quien sabía que no nos veríamos más. Y así fue.

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Published in: on julio 13, 2010 at 3:12 pm  Deja un comentario