Matrimonio y familia IX

El matrimonio como sacramento
1. La dimensión sagrada del matrimonio y su elevación a la dignidad sacramental

      a) Sacralidad  natural de la persona y de la unión conyugal 

        La persona humana es sagrada, por ser imagen y semejanza del Creador en su unidad de cuerpo y alma espiritual, y por el destino eterno al que Dios la llama.

  CEC 1602.  La Sagrada Escritura se abre con el relato de la creación del hombre y de la mujer a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26- 27) y se cierra con la visión de las “bodas del Cordero” (Ap 19,7.9). De un extremo a otro la Escritura habla del matrimonio y de su “misterio”, de su institución y del sentido que Dios le dio, de su origen y de su fin, de sus realizaciones diversas a lo largo de la historia de la salvación, de sus dificultades nacidas del pecado y de su renovación “en el Señor” (1 Co 7,39) todo ello en la perspectiva de la Nueva Alianza de Cristo y de la Iglesia (cf Ef 5,31-32). 

      Todo ello inclina al hombre y a la mujer a descubrir el rastro del Creador en el despliegue ordenado de su amor esponsal. Realmente, la verdad total del matrimonio remite a Dios, que ha hecho posible esa unión a partir de la complementariedad de la persona femenina y masculina: por eso la Iglesia afirma, como hemos estudiado, que «Dios mismo es el autor del matrimonio».(Lumen gentium, 48) 

       b) La significación natural del matrimonio y su elevación sobrenatural 

           Cristo recordó en su predicación la naturaleza originaria de la unión conyugal y de sus propiedades; y reclamó el retorno a esa verdad del principio.

          Llegada la plenitud de los tiempos, Jesucristo elevó el mismo matrimonio original a la dignidad de sacramento de la Nueva Ley, es decir, de signo eficaz de la gracia.

CEC 1617 Toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, entrada en el Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas (cf Ef 5,26-27) que precede al banquete de bodas, la Eucaristía. El Matrimonio cristiano viene a ser por su parte signo eficaz, sacramento de la alianza de Cristo y de la Iglesia. Puesto que es signo y comunicación de la gracia, el matrimonio entre bautizados es un verdadero sacramento de la Nueva Alianza (cf DS 1800; CIC, can. 1055,2)

         Esta acción soberana de Cristo realiza el plan que Dios tiene desde el principio para el matrimonio y la familia y muestra el papel que les corresponde en el conjunto de su proyecto salvífico: el matrimonio es un «gran misterio (…) con relación a Cristo y a la Iglesia».

         Puede decirse, pues, que de modo análogo a como toda persona, en el plan salvador de Dios, está llamada a incorporarse a Cristo y se encuentra como orientada hacia el bautismo, así todo matrimonio, en su modo de ser y a través de su significación  natural, está como orientado al sacramento.

          Sin embargo, la sacramentalidad del matrimonio no supone una mera bendición de lo natural, sino —usando la terminología clásica— su elevación al orden sobrenatural. De este modo el matrimonio, que sigue a la persona en el orden natural, la sigue también, por voluntad de Jesucristo, en el orden sobrenatural. 

2. El matrimonio cristiano, sacramento de la Nueva alianza 

«La Iglesia, acogiendo y meditando fielmente la Palabra de Dios, ha enseñado solemnemente y enseña que el matrimonio de los bautizados es uno de los siete sacramentos de la Nueva Alianza (Cfr. Concilio de Trento, Sess. XXIV, can. 1 (DS, 1801). En efecto, mediante el bautismo, el hombre y la mujer son insertados definitivamente en la nueva y eterna alianza, en la alianza esponsal de Cristo con la Iglesia. Y, debido a esta inserción indestructible, la comunidad íntima de vida y de amor conyugal, fundada por el Creador, es elevada y asumida en la caridad esponsal de Cristo, sostenida y enriquecida por su fuerza redentora. En virtud de la sacramentalidad de su matrimonio, los esposos quedan vinculados uno a otro de la manera más profundamente indisoluble. Su recíproca pertenencia es representación real, mediante el signo sacramental, de la misma relación de Cristo con la Iglesia«.( Familiaris consortio, 13.

        Este texto de Juan Pablo II condensa en una apretada síntesis los aspectos fundamentales de la fe católica sobre la sacramentalidad del matrimonio, que procuraremos desarrollar a continuación. 

        a) La realidad elevada a sacramento es el matrimonio mismo 

           La realidad que ha sido elevada y asumida por Dios, en Cristo Redentor, como cauce sacramental de la gracia, es la comunidad íntima de vida y amor conyugal fundada por el Creador, es decir, el mismo matrimonio querido por Dios al principio. Los verbos que utiliza el texto pontificio («elevar» y «asumir») evocan la doctrina tradicional según la cual la gracia (el orden de la redención) no destruye ni sustituye a la naturaleza (el orden de la creación), sino que la asume, sanándola, y la eleva al orden sobrenatural (el orden de la vida de los hijos de Dios).

         Esta es una de las claves para entender la sustancial identidad entre el matrimonio natural, que no es desnaturalizado por la elevación, y el sacramento del matrimonio, que no se constituye añadiendo al matrimonio una realidad externa, sino llevando a la plenitud su realidad natural en el orden de la redención.

         Así, del mismo modo que el hombre redimido, elevado por la gracia a la condición de hijo de Dios, es el mismo hombre de la creación —no otro ser distinto—, el matrimonio incorporado al orden de la redención es el mismo matrimonio del principio: la unidad en la naturaleza del varón y la mujer injertados en Cristo por el bautismo. 

          b) La base de la sacramentalidad del matrimonio es el bautismo de los contrayentes 

          No pueden separarse, por tanto, un matrimonio natural y otro matrimonio cristiano, ya que éste no es otra cosa que el matrimonio natural entre bautizados. La base de la dignidad sacramental de ese matrimonio es el bautismo de los esposos, que los inserta en la alianza esponsal de Cristo con la Iglesia de modo definitivo (es decir, irrevocable por parte de Dios e irrenunciable por parte de los hombres), en virtud del carácter bautismal impreso en el hombre (es lo que Juan Pablo II expresa, en el texto que comentamos, como «inserción indestructible»).

         Pero hay que precisar que el carácter bautismal no actúa aquí solamente haciendo a cada cónyuge capaz de recibir los demás sacramentos (o sea, en cuanto el bautismo es «puerta de los sacramentos»), sino que es el fundamento próximo e inmediato de la sacramentalidad de su concreto matrimonio (que se da, precisamente, «debido a esta inserción indestructible»).

         En efecto, que el matrimonio verdadero entre dos bautizados sea sacramento, se debe a la incorporación de cada uno de ellos a Cristo por el bautismo, no al rito religioso de la boda: porque están celebrando un sacramento conviene que se haga en la iglesia con  un rito, pero no es sacramento porque se haga ese rito. Los cristianos de los primeros siglos se casaban según los ritos civiles acostumbrados y por eso mismo estaban celebrando un sacramento.La razón de esto es que la naturaleza y la estructura de la unión conyugal se asientan —como hemos visto— en el ser de la persona masculina y femenina.

          El orden del matrimonio cristiano es, por eso, reflejo de esa nueva configuración de la persona en Cristo por el bautismo y, ya como cónyuge, por la gracia específica del sacramento del matrimonio.

          c) La dignidad sacramental afecta a toda la realidad del matrimonio  

            El sacramento no es solo ni principalmente la boda, sino el matrimonio, es decir, la «unidad de los dos» definitivamente establecida por el consentimiento matrimonial. Esto se expresa en el texto pontificio que comentamos afirmando que es la recíproca pertenencia de los cónyuges —no solo el acto por el que comienzan a pertenecerse: la celebración del matrimonio— lo que representa sacramentalmente la unión de Cristo con la Iglesia.

Esa recíproca pertenencia se asienta en el vínculo conyugal, que por su misma naturaleza es uno e indisoluble y se ordena intrínsecamente al bien de los cónyuges y a la generación y educación de los hijos.

        Por tanto, la sacramentalidad del matrimonio, en cuanto es «signo permanente» (por su unidad indisoluble) de la unión de Cristo con su Iglesia, afecta a toda la realidad de la unión conyugal 

        d) La significación sacramental del matrimonio 

           Afirma el texto de Juan Pablo II que la unión conyugal de los bautizados es «representación real, mediante el signo sacramental, de la misma relación de Cristo con la Iglesia». Al respecto, se ha escrito: «Desde tiempos antiguos el pensamiento cristiano supo descubrir que el matrimonio de los bautizados no sólo es símbolo o imagen del misterio de Cristo y la Iglesia, sino que el mismo matrimonio participa del propio misterio que representa; que, en consecuencia, la eficacia sacramental se proyecta también sobre la propia realidad matrimonial».( T. Rincón-Pérez, La liturgia y los sacramentos en el derecho de la IglesiaPamplona 1998 , p 285)     

            Es decir, que «entre signo (matrimonio, realidad natural elevada) y cosa significada (la unión de Cristo y la Iglesia) existe una relación real, no meramente simbólica. Así pues, el matrimonio no es la misma unión de Cristo con la Iglesia, pero tampoco es un mero símbolo o imagen de ella: gracias a la vinculación que Dios ha establecido entre ambas realidades, la significa y la representa realmente, de modo sacramental (es decir, en el sentido fuerte de re-presentar: hacer presente con su eficacia santificadora).

       La unión conyugal se convierte así en signo eficaz, es decir, en cauce por el que los cónyuges reciben la acción santificadora de Cristo, no solo por su participación individual en Cristo como bautizados, sino también, específicamente, por la participación de la unidad de los dos en la Nueva Alianza con que Cristo se ha unido a la Iglesia para presentarla ante sí mismo resplandeciente, sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada.

        Por esta razón el Concilio Vaticano II llama al matrimonio no solo «imagen», sino «imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia» (Gaudium et spes, 48): la unión y participación con Cristo de los esposos se produce no de modo extrínseco (es decir, simplemente tomando ocasión del matrimonio, como sucede con cualquier circunstancia de la vida), sino intrínsecamente, a través de la eficacia sacramental, santificadora, de la misma realidad matrimonial.  

CEC 1642.  Cristo es la fuente de esta gracia. “Pues de la misma manera que Dios en otro tiempo salió al encuentro de su pueblo por una alianza de amor y fidelidad, ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia, mediante el sacramento del matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos” (GS 48,2). Permanece con ellos, les da la fuerza de seguirle tomando su cruz, de levantarse después de sus caídas, de perdonarse mutuamente, de llevar unos las cargas de los otros (cf Ga 6,2), de estar “sometidos unos a otros en el temor de Cristo” (Ef 5,21) y de amarse con un amor sobrenatural, delicado y fecundo. En las alegrías de su amor y de su vida familiar les da, ya aquí, un gusto anticipado del banquete de las bodas del Cordero:¿De dónde voy a sacar la fuerza para describir de manera satisfactoria la dicha del matrimonio que celebra la Iglesia, que confirma la ofrenda, que sella la bendición? Los ángeles lo proclaman, el Padre celestial lo ratifica…¡Qué matrimonio el de dos cristianos, unidos por una sola esperanza, un solo deseo, una sola disciplina, el mismo servicio! Los dos hijos de un mismo Padre, servidores de un mismo Señor; nada los separa, ni en el espíritu ni en la carne; al contrario, son verdaderamente dos en una sola carne. Donde la carne es una, también es uno el espíritu (Tertuliano, ux. 2,9; cf. FC 13). 

         e) Efectos del sacramento Puesto que se trata de uno de los siete sacramentos de la Nueva Alianza, en el matrimonio pueden estudiarse los elementos de todo sacramento: sujeto, ministro, signo sacramental y efectos. Brevemente, puede recordarse que los esposos son sujetos y a la vez ministros del sacramento.(CEC 1621-1623) El signo sacramental es, como acabamos de ver, el matrimonio mismo: la unidad de marido y mujer, desde el momento en que nace por el pacto conyugal. Y la realidad significada por el signo es la unión salvífica, indisolublemente fiel, de Cristo con su Iglesia.

        El efecto propio e inmediato del sacramento del matrimonio no es la gracia sobrenatural, sino el vínculo conyugal cristiano,(Familiaris consortio, 13) que es como el título permanente por el que los cónyuges se hacen acreedores a la gracia propia del sacramento, que los fortalece y los capacita para vivir su matrimonio como vocación y camino eclesial de santidad, en la nueva dimensión que supone su elevación al orden de la gracia (CEC 1641).  “En su modo y estado de vida, (los cónyuges cristianos) tienen su carisma propio en el Pueblo de Dios” (LG 11).

          Esta gracia propia del sacramento del matrimonio está destinada a perfeccionar el amor de los cónyuges, a fortalecer su unidad indisoluble. Por medio de esta gracia “se ayudan mutuamente a santificarse con la vida matrimonial conyugal y en la acogida y educación de los hijos” (LG 11; cf LG 41).El vínculo conyugal cristiano es el vínculo matrimonial mismo, elevado y santificado por la gracia, de manera que constituye «una comunión de dos típicamente cristiana, porque representa el misterio de la encarnación de Cristo y su misterio de alianza.

         En efecto, en virtud de su sacramentalidad, el vínculo conyugal se convierte en un vínculo sagrado, ya no meramente natural. Por esta razón, las propiedades esenciales del vínculo quedan dotadas de una peculiar firmeza, congruente con su significación sacramental (la unión indisoluble de Cristo con la Iglesia); y sus fines trascienden también el ámbito meramente natural.  

3. Algunas consecuencias de la sacramentalidad del matrimonio 

         a) Peculiaridad del matrimonio como sacramento 

«El sacramento del matrimonio tiene esta peculiaridad respecto a los otros: ser el sacramento de una realidad que existe ya en la economía de la creación: ser el mismo pacto conyugal instituido por el Creador ‘al principio'» (Familiaris consortio, 68)

          En uno de sus discursos, Juan Pablo II explicaba que, siendo —como todos los sacramentos— un signo que significa y da la gracia, el matrimonio es el único que no se refiere a una actividad específicamente orientada a conseguir fines directamente sobrenaturales. En efecto, tiene como fines, no solo principales sino también propios, por su propia índole natural , el bien de los cónyuges y la generación y educación de la prole  Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 2001, n. .Esta peculiaridad puede ilustrarse comparando el matrimonio, por ejemplo, con el bautismo como es puesto por Hervada en su libro Una caro.

          El lavado corporal es una actividad humana con una finalidad propia. Sin embargo, al instituir el bautismo solo se toma de esa actividad la semejanza externa, el gesto: se realiza una acción «a modo de lavado» que, junto a las palabras que indican su nuevo sentido y finalidad, constituye el signo sacramental. El bautismo es un lavado específicamente sagrado, administrado por un ministro distinto del sujeto, y con una intención directamente sacramental, distinta de la que lleva al aseo cotidiano. Por tanto, la acción física realizada existe en el orden de la creación, pero no conserva el sentido que poseía por naturaleza: su significado y su finalidad naturales no son asumidos, sino cambiados en la nueva realidad sacramental.

           En cambio, en el matrimonio se constituye en sacramento la misma realidad natural en su integridad, tal como ha sido configurada en la creación: marido y mujer unidos por el vínculo conyugal, con sus propiedades esenciales y con los fines que expresan la dinámica natural de esa unión. No se asume como signo sacramental simplemente un gesto «a modo de» unión conyugal, cambiándole la significación mediante los demás elementos del signo (palabras, ritos). Desde luego que, con la elevación a sacramento, el matrimonio recibe una significación (y una eficacia), que antes no poseía, pero la recibe mediante su significación natural: «es precisamente la realidad creada lo que es un ‘gran misterio’ con respecto a Cristo y a la Iglesia». 

          b) La inseparabilidad de matrimonio y sacramento entre bautizados 

              Puesto que lo que Cristo ha asumido como signo es la mismísima realidad del matrimonio, en este sacramento la acción sagrada es la misma acción natural, con los mismos protagonistas (por eso los contrayentes son también los ministros: solo ellos pueden casarse y constituir así el signo); y la intención de obtener los fines sobrenaturales pasa necesariamente por la de obtener los naturales (de lo contrario, no habría matrimonio ni, por tanto, sacramento).

             Esto explica la inseparabilidad o identidad entre matrimonio de los bautizados y sacramento, que el Código de Derecho canónico expresa así: «La alianza matrimonial (…) fue elevada por Cristo Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados. Por tanto, entre bautizados, no puede haber contrato matrimonial válido que no sea por eso mismo sacramento».(CIC, c.1055)

              Si recordamos que el consentimiento es el acto de voluntad por el que el varón y la mujer se entregan y aceptan mutuamente en alianza irrevocable para constituir el matrimonio, advertiremos en seguida que esa definición no incluye, a primera vista, ningún componente sagrado o sacramental específico, ni en el acto humano que da origen al matrimonio, ni en el contenido del consentimiento matrimonial: el mismo pacto conyugal entre bautizados da lugar al sacramento del matrimonio: es el ser conyugal como también se llama el libro de Pedro-Juan Villadrich.

           Esto se comprende si no se olvida que la realidad constituida en sacramento son los mismos cónyuges bautizados, en cuanto unidos por el vínculo conyugal, y no la mera celebración del matrimonio. El pacto conyugal válido causa la unión de los esposos porque es, por naturaleza, la única causa capaz de dar origen al matrimonio; y ese matrimonio, por ser entre bautizados, es objetivamente sacramento: es más, ya no puede no ser sacramento, porque su significación sacramental y su eficacia santificadora han sido establecidas definitivamente por Cristo. Que unos concretos esposos reciban o no actualmente sus frutos de gracia, dependerá, claro está, de sus disposiciones personales.  

Published in: on abril 30, 2007 at 4:34 pm  Deja un comentario  

Matrimonio y familia VIII

Los fines del matrimonio

 1. Los fines y la esencia del matrimonio 

     a) El matrimonio es como es por razón de sus fines Por la concisión y capacidad de síntesis vamos a exponer este tema siguiendo de cerca el libro ya citado de Matrimonio y familia de Miras-Bañares y así para empezar tenemos la precisión en negativo, de que la expresión fines del matrimonio no indica cualquier finalidad que pudieran proponerse una mujer y un varón que deciden unir o compartir sus vidas, sino aquellas a las que está ordenada la unión marital por su propia naturaleza.

          El fin al que una realidad se ordena es, ciertamente una meta que se ha de alcanzar; pero en cierto modo está ya presente en la configuración de esa realidad, si es obra de una causa inteligente. Por ejemplo, un martillo; su  fin está presente ya desde el principio, en la fabricación de la herramienta, determinando su estructura y sus características: es así precisamente para servir a ese fin.

          Aunque sus cualidades permitirían usarlo para otros fines (por ejemplo, como pisapapeles), es evidente que la perfecta aptitud del martillo para clavar clavos no es una utilidad casual: es, por el contrario, su razón de ser.

        Quizá este ejemplo ayude a entender en qué sentido los fines, del mismo modo que las propiedades esenciales o bienes, pertenecen a la esencia del matrimonio. No se añaden desde fuera, ni son realmente distintos de la esencia, sino que estos constituyen su estructura teleológica (del griego ‘télos’ = fin, finalidad), su orientación operativa natural. Si las propiedades esenciales muestran estáticamente la esencia del matrimonio (lo que es en sí), los fines la muestran en perspectiva dinámica (en movimiento, actuando), es decir, en cuanto que la esencia es principio del obrar propio del matrimonio para realizar el bien que le corresponde como unión personal de varón y mujer

         Esto es lo que quiere expresar el Código de Derecho canónico (CIC c. 1055 & 1; cfr. Gaudium et spes, 48) cuando afirma —recogiendo la terminología del Concilio— que el consorcio de toda la vida que establecen los cónyuges por la alianza matrimonial está «ordenado por su propia índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole» (del latín ‘prolis’ = descendencia), fines que se dan íntimamente relacionados y coordinados entre sí, sin que sea posible separarlos. 

CEC 2363.  Por la unión de los esposos se realiza el doble fin del matrimonio: el bien de los esposos y la transmisión de la vida. No se pueden separar estas dos significaciones o valores del matrimonio sin alterar la vida espiritual de los cónyuges ni comprometer los bienes del matrimonio y el porvenir de la familia.

        Así, el amor conyugal del hombre y de la mujer queda situado bajo la doble exigencia de la fidelidad y la fecundidad. b) Los fines son del matrimonio: de los cónyuges en cuanto «son» matrimonio 

         Para entender esta ordenación del matrimonio a sus fines propios, conviene tener presente que el bien de los cónyuges no se identifica simplemente con el bien individual que puedan obtener conjunta o solidariamente dos personas: se trata del bien que corresponde objetivamente al peculiar consorcio en que consiste el matrimonio, pues es el consorcio el que está «ordenado por su propia índole natural».

         Ese consorcio se establece, como hemos visto, por la donación comprometida de toda la dimensión conyugable de la persona en el pacto conyugal. La mutua donación-aceptación, sobre la base de la complementariedad sexual, establece una relación personal entre el varón y la mujer (de dedicación amorosa, ayuda y perfeccionamiento recíprocos), que tiene como elemento específico, por naturaleza, la potencia de generar nuevas vidas. No cabe, por tanto, una unión matrimonial que no contenga ambas referencias: el bien de los esposos y los hijos. Evidentemente, no habría plena entrega y aceptación mutua en la dimensión conyugal si se excluye al otro como consorte (como aquel a quien está unida la propia suerte, y a quien se debe en justicia el amor conyugal), o si se le rechaza en su potencial paternidad o maternidad, que son dimensión natural primaria de la complementariedad sexual.

        En consecuencia, «la dimensión natural esencial [del matrimonio] implica por exigencia intrínseca la fidelidad, la indisolubilidad, la paternidad y maternidad potenciales, como bienes que integran una relación de justicia» (Cfr Familiaris consortio, 14).Es la misma unión, la comunidad de los dos, la que tiende, por la propia fuerza de su naturaleza, a ambos fines. El ser esposos supone y significa esa ordenación. 

2. Tres aclaraciones sobre los fines del matrimonio  

     a) Coordinación y jerarquía de los fines

         La intención del Concilio Vaticano II que simplemente evitó los términos técnicos de fines primario y secundario del anterior Código de derecho Canónico, era usar así un lenguaje más pastoral.   

         De hecho, los textos conciliares confirman la ordenación natural del matrimonio y del amor conyugal a la procreación y educación de los hijos (Gaudium et spes, 50).

          Juan Pablo II aclaró que, aunque la Constitución Gaudium et spes y la Encíclica Humanae vitae, de Pablo VI, no utilicen ya la terminología del fin primario-fin secundario, «sin embargo, tratan de aquello mismo a lo que se refieren las expresiones tradicionales. El amor (…) lleva consigo una correcta coordinación de los fines,”. Las expresiones de esos dos documentos —continuaba— «clarifican el mismo orden moral con respecto al amor, como fuerza superior que confiere adecuado contenido y valor a los actos conyugales según la verdad de los dos significados, el unitivo y el procreador, respetando su indivisibilidad. Con este renovado planteamiento, la enseñanza sobre los fines del matrimonio (y sobre su jerarquía) queda confirmada” (Juan Pablo II, Alocución, 10.X.1984, n. 3.)Cabe hablar, por tanto, de una jerarquía de naturaleza entre los fines. Ciertamente, desde el punto de vista vital y subjetivo, con frecuencia se percibe primero el amor como deseo del bien del otro, y posteriormente —como algo que cualifica a ese amor y lo culmina—, la ordenación a la prole. Sin embargo, desde el punto de vista antropológico, parece clara la prioridad natural de la ordenación a la prole, ya que ese es el fin que determina lo específico del amor entre varón y mujer en la unión matrimonial  (lo que la distingue de la amistad, del compañerismo o de la cohabitación con intimidad sexual).

       Pero esta jerarquía natural de los fines no supone excluir o infravalorar el bien de los cónyuges respecto a la procreación: expresa simplemente la ordenación intrínseca del amor propiamente conyugal, que se falsearía si se concibieran los fines como paralelos o alternativos. La generación y educación de los hijos solo se realiza de modo plenamente personal integrada en el bien de los cónyuges..

        En definitiva, el matrimonio es más que una simple unión procreativa; y la comunidad de vida y amor de los esposos es más que un simple contexto conveniente para la generación y educación de los hijos. Ambos fines tienen consistencia y dignidad propias, y nunca pueden separarse: no cabe la ausencia o la exclusión radical de uno de ellos sin que el otro se desnaturalice. 

      b) Inseparabilidad de los fines 

          Juan Pablo II reforzó la idea de la mutua relación e inseparablidad ante algunas ideas que iban intentando remarcar el bien de los cónyuges como a expensas de la procreación : «la ordenación a los fines naturales del matrimonio —el bien de los esposos y la generación y educación de la prole— está intrínsecamente presente en la masculinidad y en la feminidad (…) El matrimonio y la familia son inseparables, porque la masculinidad y la feminidad de las personas casadas están constitutivamente abiertas al don de los hijos. Sin esta apertura ni siquiera podría existir un bien de los esposos digno de este nombre» ( Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 2001, n. 5.)

           Por tanto, los fines del matrimonio son inseparables en su realización plena y verdaderamente conyugal. Cada fin incluye al otro, lo exige, y contribuye a realizarlo: la relación propia de los esposos, procurando cada uno el bien total del otro, exige la donación y aceptación íntegra de la dimensión sexuada de cada uno de ellos, y en consecuencia de su paternidad o maternidad potencial. 

       c) La ordenación natural a los fines y su obtención efectiva 

          Los fines, puesto que son ordenaciones de la esencia, como flechas disparadas, ya salidas del arco, están siempre presentes en el matrimonio verdadero, con independencia de que en la vida de cada matrimonio concreto se lleguen a alcanzar en mayor o menor medida. Sin embargo, no ha faltado quien sostuviera que si, por fracaso de la vida matrimonial, no se consiguiera en la práctica el bien de los cónyuges, entendido como la comunidad de vida y amor entre ellos dos, el matrimonio sería nulo, porque no se habría cumplido su fin, y la Iglesia debería declararlo nulo por el bien de las personas. Y esta pretensión se amparaba en un supuesto personalismo conciliarista

          A esas interpretaciones, que en realidad relativizan la indisolubilidad del matrimonio verdadero, aludía Juan Pablo II al afirmar que, «en una perspectiva de auténtico personalismo, la enseñanza de la Iglesia implica afirmar la posibilidad de constituir el matrimonio como vínculo indisoluble entre las personas de los cónyuges, esencialmente orientado al bien de los cónyuges mismos y de los hijos. En consecuencia, contrastaría con una verdadera dimensión personalista la concepción de la unión conyugal que, poniendo en duda esa posibilidad, llevara a negar la existencia del matrimonio cada vez que surgen problemas en la convivencia» ( Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 1997, n. 1.).

        Para contraer matrimonio válidamente, por tanto, no se requiere la obtención efectiva de los fines (que solo se puede dar después de estar ya casados), sino que los contrayentes no excluyan positivamente, con un acto de voluntad, ninguno de ellos al prestar el consentimiento  

3. El amor y el matrimonio 

     a) El matrimonio tiene todo él que ver con  el amor

         El matrimonio nace del amor, se expresa en el amor, desarrolla el amor. Y este amor esponsal —que luego se transforma en conyugal— es específico, como hemos visto. No se trata de un genérico amor de amistad o de benevolencia, o de pasar un rato: la esencia misma del amor conyugal reclama unirse al otro en una totalidad perpetua y exclusiva, que abraza también su paternidad o maternidad potencial.

          Por amor se establece que esa unión en el ser sea para desarrollarla, para darle cuerpo, a lo largo del tiempo, mediante las apropiadas obras de amor, de querer querer.

          No hay, pues, contradicción entre el amor y el ser del matrimonio: entre el amor y el acto de casarse, entre el amor y el vínculo conyugal, entre el amor y la vida matrimonial y familiar. Pero tampoco existe una simple «identidad», sino que el papel y, por así decir, la «fórmula, la forma cualitativa» del amor varían en las diversas fases.

          Sin duda, la atracción sensible, afectiva y física —eros—, hacia una persona es uno de los componentes importantes de esa fórmula cualitativa, pero no el único, ni el más decisivo. Ante todo porque se trata de un amor eminentemente pasivo: algo que «le pasa» a la persona, más o menos intensamente, y que le puede dejar de «pasar», aparentemente sin motivo. Es un amor del que el sujeto no se puede responsabilizar: se suele decir de él que «no se sabe cómo ha venido» y que «se va sin saber cómo».

         Si ese componente fuera el único en la fórmula del amor, sería absurdo hablar de deberes relacionados con él: tan absurdo como hablar de obligaciones del enfermo en relación con la fiebre. Pero el amor no es solo, ni principalmente, algo pasivo, padecido (el famoso mal de amores). Es fundamentalmente obra de la voluntad libre: la persona no es solo víctima, sino sobre todo protagonista de su amor (y de su desamor). Por eso no solo no hay contradicción entre deber y amor, sino que el amor, al madurar, busca transformarse en deber, como manera humana de obligarse a durar para siempre, en querer querer, en compromiso de amar

      b) El compromiso de amar y su realización 

          El amor es, en efecto, el motor de la decisión de contraer matrimonio. Y es también acto de amor el acto de consentimiento matrimonial (Pedro-Juan Viladrich, El modelo antropológico del matrimonio) evidentemente, como nos estamos refiriendo al amor en cuanto acto de la voluntad, no en cuanto mero sentimiento, ese acto de amor se concreta en su específico contenido: darse y recibirse como esposos en orden a los fines del matrimonio Al constituirse como cónyuges, los dos esposos se entregan mutuamente las obras futuras debidas al desarrollo de su «ser conyugal». En el momento del pacto conyugal, por tanto, se anticipan —comprometiéndolas— todas las obras del amor conyugal El amor que hasta entonces era gratuito, de promesa, se hace deuda de justicia, se convierte en debido: del «deseo ser tu esposo o tu esposa porque te quiero», se pasa al «te quiero, y te querré siempre, porque eres mi esposo o mi esposa» (Javier Hervada, Diálogos sobre el amor y el matrimonio, pg 198)

       Esta es la entraña de la naturaleza jurídica del vínculo conyugal, que no implica, por tanto, que el trato entre los esposos se convierta en un árido conjunto de derechos y obligaciones. Las obras del amor deben provenir lo más inmediatamente posible del amor mismo, antes que del mero sentido del deber. Por eso, una vez iniciada la vida conyugal, el amor debe ser el motor de los actos y conductas de los esposos en los acontecimientos cotidianos. Y a veces también su consideración ayuda a mantener vivas las obras del amor cuando resulta costoso en una determinada época o circunstancia: de ese modo, defienden el amor, impulsando a la fidelidad.

         En efecto, el amor conyugal (el obrar debido a la condición de esposos) no se realiza automáticamente, por el mero hecho de ser esposos. Su grandeza y su dignidad van en paralelo con la grandeza y dignidad de la libertad humana. Y también, sin duda, su riesgo y su debilidad son tan reales como la debilidad y el riesgo propios de la libertad. La grandeza del amor conyugal reside en que, con la ayuda de Dios, los esposos pueden hacerlo realidad.

        Su debilidad implica que también pueden fallar, si bien ese hecho no destruye la unión conyugal que forman los dos, y precisamente por eso pueden restaurar el amor que su debilidad deterioró: esa es, sin duda, una de las obras más grandes y necesarias del amor.

        Se entenderá ahora que la afirmación de que el amor no es la esencia del matrimonio no significa que sea irrelevante o meramente circunstancial: es lo más importante para que surja la voluntad matrimonial, para que nazca el matrimonio y para la vida matrimonial y familiar. Sin embargo, no debe confundirse el amor con la condición de cónyuges, ni cualquier modo de amar con el amor conyugal.

        Conyugalidad y amor deben ir siempre juntos, pero no se identifican, como no se identifican paternidad, maternidad, o filiación con amor paterno, materno o filial. Al ser padre, madre o hijo —que son rasgos de la identidad de la persona— le corresponde un particular deber ser: se debe al otro, en las obras, el amor de padre, de madre, de hijo; pero el cumplimiento de ese deber, de esas obras propias del amor, tiene que ser querido y ejecutado por la voluntad libre de la persona, que puede actuar o no en conformidad con lo que es.

Published in: on abril 28, 2007 at 5:01 pm  Deja un comentario  

Matrimonio y familia VII

Propiedades o bienes esenciales del Matrimonio 

1.       Sentido de la “esencialidad” de estas propiedades o bienes  El Código de Derecho canónico afirma concisamente que «las propiedades esenciales del matrimonio son la unidad y la indisolubilidad, que en el matrimonio cristiano alcanzan una particular firmeza por razón del sacramento» (CIC c. 1056). Indica de este modo que, las mencionadas son las propiedades —o modos propios de ser— que pertenecen a la esencia del matrimonio y, por tanto, la identifican.

        La calificación de esenciales que se da a esas propiedades ha de entenderse, pues, en sentido estricto: no como si significara que son características «muy importantes» en la práctica, y que por eso se proponen como ideales. Se trata de las propiedades que corresponden por naturaleza al vínculo matrimonial, y sin las cuales no se puede dar. 
Verdaderamente el amor autentico y sereno es el que se prueba y se fortalece en la unidad y la fidelidad de toda una vida. Ese es el ejemplo de tantos matrimonios que han superado mil dificultades y en ellas se han hecho irrompibles y unidos: es el bien más preciado de su vida como cónyuges. Es un bien que se sienten impulsados a celebrar por todo lo alto en sus bodas de Plata y de Oro. Por eso el Catecismo de la Iglesia Católica le llama también “bienes” en este sentido de que son naturales y propios y sin esos Bienes no existiría verdadero matrimonio Los bienes y las exigencias del amor conyugal

CEC 1643.  “El amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la persona -reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad-; mira una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no tener más que un corazón y un alma; exige la indisolubilidad y la fidelidad de la donación recíproca definitiva; y se abre a fecundidad. En una palabra: se trata de características normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo que no sólo las purifica y consolida, sino las eleva hasta el punto de hacer de ellas la expresión de valores propiamente cristianos” (FC 13). 

          No existe un vínculo matrimonial verdadero que no sea, por eso mismo, exclusivo (unidad) y perpetuo (indisolubilidad), que no tenga esta bondad y belleza: este autentico bien.

CEC 1644.  El amor de los esposos exige, por su misma naturaleza, la unidad y la indisolubilidad de la comunidad de personas que abarca la vida entera de los esposos: “De manera que ya no son dos sino una sola carne” (Mt 19,6; cf Gn 2,24). “Están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total” (FC 19) 

          En consecuencia, no cabe querer contraer un verdadero matrimonio despojado de alguna de esas propiedades: «las propiedades esenciales, la unidad y la indisolubilidad, se inscriben en el ser mismo del matrimonio, dado que no son de ningún modo leyes extrínsecas a él» ( Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 2001, n. 5). Forman parte, en efecto, de la verdad original sobre el matrimonio transmitida en la Sagrada Escritura y en la Tradición; y por eso han sido definidas como doctrina de fe en el Concilio de Trento ( Sess. XXIV (DS, 1797 ss.), y recordadas constantemente por el Magisterio posterior ( Cfr., p. ej., Gaudium et spes, 48). 

           Pero, además, precisamente por ser naturales, las propiedades esenciales están al alcance de la recta razón, que es capaz de conocer en lo fundamental la verdad del matrimonio, cuando se interroga con buena voluntad ( Cfr. Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 2002, n. 3). La pregunta sobre por qué la unión entre varón y mujer —para ser verdadero matrimonio, y no otra cosa— exige exactamente esas propiedades, nos remite a los fundamentos que hemos estudiado: a la verdad de la persona. La dignidad ontológica de la persona es la que exige estas propiedades como integrantes de la dimensión de justicia propia del vínculo conyugal: «solo si se lo considera como una unión que implica a la persona poniendo en juego su estructura relacional natural, que sigue siendo esencialmente la misma durante toda su vida personal, el matrimonio puede situarse por encima de los cambios de la vida, de los esfuerzos e incluso de las crisis que atraviesa a menudo la libertad humana al vivir sus compromisos» ( Juan Pablo II, Discurso a la Rota Romana, 2001, n. 5). 

2. La unidad del vínculo conyugal 

       La unidad implica que el vínculo conyugal solamente puede ser único, es decir, de un varón con una mujer, y no cabe multiplicarlo —ni simultánea ni sucesivamente— mientras el vínculo permanezca: es exclusivo. Esto es consecuencia directa de la verdad del matrimonio, que solo nace por la mutua entrega y aceptación totales de los cónyuges.

          En efecto, esa totalidad —que debe ser igualmente plena en el varón y en la mujer, ya que su dignidad personal es igual— no se daría si uno o ambos se reservaran el derecho de entregarse también, en lo conyugal, a otros. No pueden darse en una misma persona dos vínculos de justicia distintos, en la dimensión conyugal, que sean a la vez plenos: al menos uno de ellos no sería conyugal. No es posible ni vivirse como cónyuge por duplicado, ni ser vivido como tal, porque la condición de esposo o esposa, como hemos visto, implica una plena copertenencia con el otro cónyuge. De ahí que la unidad del matrimonio exija la monogamia y la fidelidad ( Cfr. Familiaris consortio, 19).

CEC 1645.  “La unidad del matrimonio aparece ampliamente confirmada por la igual dignidad personal que hay que reconocer a la mujer y el varón en el mutuo y pleno amor” (GS 49,2). La poligamia es contraria a esta igual dignidad de uno y otro y al amor conyugal que es único y exclusivo.

 3. La indisolubilidad del vínculo conyugal 

      La indisolubilidad significa que, por la propia naturaleza de la unión matrimonial, los cónyuges quedan vinculados mientras ambos vivan.  No es, simplemente, que el matrimonio no pueda disolverse por razones morales o por disposición del Derecho canónico, sino que es indisoluble.

       Se trata de una consecuencia directa de la entrega propiamente conyugal entre varón y mujer. Si, por el consentimiento, los cónyuges son una sola carne, la ruptura del vínculo (de la propia carne) se opone a la misma naturaleza (esencia) del matrimonio. 

        Esa es la conclusión que extrajo Jesús al responder a la cuestión sobre el repudio que le plantearon maliciosamente unos fariseos. Después de recordar el texto del Génesis como fundamento de la verdad del principio, que había quedado oscurecida por la dureza de corazón de los hombres, añadió: «Luego ya no son dos, sino una sola carne. Así pues, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» (Mt 19,6).

        Es decir, una vez que el consentimiento matrimonial ha desencadenado (ha puesto en acto) entre un varón y una mujer concretos el bien de la unión, la potencia de unión que existe en su misma naturaleza sexuada (naturaleza que remite, en definitiva, al designio de Dios, a la voluntad creadora de Dios que ha querido así la naturaleza y la naturaleza de este matrimonio), ya no depende de la voluntad de los esposos romper y volver a hacer dos lo que es uno: solo la misma naturaleza puede romperlo con la muerte. 

         No es posible entregarse conyugalmente reservándose el poder de decidir sobre la duración del vínculo. Como hemos señalado, el pacto conyugal hace nacer entre los cónyuges una relación que los vincula en el plano del ser y ser comunión, (el mismo plano en que se sitúan las relaciones directas de parentesco, como la filiación o la maternidad y paternidad). La voluntad de contraer matrimonio consiste en querer, no simplemente «hacer de esposo», sino «ser esposo», y las relaciones instauradas en el orden del ser se asientan en la persona y perduran con ella (en rigor, no se puede ser ex-esposo, de modo análogo a como no se puede ser ex-hijo).

          Por otra parte, la persona necesariamente existe y se desarrolla durando en el tiempo de modo que la mutua entrega no sería total (no sería matrimonial) si no se entregara también el futuro, comprometiéndolo definitivamente. No cabe una entrega-aceptación total de la persona por un tiempo. (Cfr Familiaris consortio. 11)

         La entrega solo del momento presente (o de una sucesión de momentos presentes) no vincula, porque es simplemente un hecho que pasa —no un compromiso— y por tanto no puede constituirse en una relación de justicia, , en un vínculo jurídico como es el matrimonio. 

CEC 1646.  El amor conyugal exige de los esposos, por su misma naturaleza, una fidelidad inviolable. Esto es consecuencia del don de sí mismos que se hacen mutuamente los esposos. El auténtico amor tiende por sí mismo a ser algo definitivo, no algo pasajero. “Esta íntima unión, en cuanto donación mutua de dos personas, como el bien de los hijos exigen la fidelidad de los cónyuges y urgen su indisoluble unidad” (GS 48,1).

             El Catecismo de la Iglesia Católica hace a continuación una serie de afirmaciones fuertes y profundas donde se manifiesta al mismo tiempo la fuerza de la ayuda de Dios, la imposibilidad con las solas fuerzas humanas y la acción esperanzadora y maternal para aquellos casos en los que ha habido o bien una separación de los cónyuges o uno de estos separados ha vuelto a intentar una falsa unión. La sociedad actual –y una manifestación es el tema tan frecuente de la infidelidad en las películas– tiene que superar la tendencia al divorcio, tan trivial en ocasiones, para afirmar la condición natural y propia de un compromiso de por vida, ya que este es el que refleja el verdadero amor: 

CEC 1648.  Puede parecer difícil, incluso imposible, atarse para toda la vida a un ser humano. Por ello es tanto más importante anunciar la buena nueva de que Dios nos ama con un amor definitivo e irrevocable, de que los esposos participan de este amor, que les conforta y mantiene, y de que por su fidelidad se convierten en testigos del amor fiel de Dios. Los esposos que, con la gracia de Dios, dan este testimonio, con frecuencia en condiciones muy difíciles, merecen la gratitud y el apoyo de la comunidad eclesial (cf FC 20). 

CEC 1649.  Existen, sin embargo, situaciones en que la convivencia matrimonial se hace prácticamente imposible por razones muy diversas. En tales casos, la Iglesia admite la separación física de los esposos y el fin de la cohabitación. Los esposos no cesan de ser marido y mujer delante de Dios; ni son libres para contraer una nueva unión. En esta situación difícil, la mejor solución sería, si es posible, la reconciliación. La comunidad cristiana está llamada a ayudar a estas personas a vivir cristianamente su situación en la fidelidad al vínculo de su matrimonio que permanece indisoluble (cf FC; 83; CIC, can. 1151-1155). 

CEC 1650.  Hoy son numerosos en muchos países los católicos que recurren al divorcio según las leyes civiles y que contraen también civilmente una nueva unión. La Iglesia mantiene, por fidelidad a la palabra de Jesucristo (“Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquella; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio”: Mc 10,11-12), que no puede reconocer como válida esta nueva unión, si era válido el primer matrimonio. Si los divorciados se vuelven a casar civilmente, se ponen en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios. Por lo cual no pueden acceder a la comunión eucarística mientras persista esta situación, y por la misma razón no pueden ejercer ciertas responsabilidades eclesiales. La reconciliación mediante el sacramento de la penitencia no puede ser concedida más que aquellos que se arrepientan de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo y que se comprometan a vivir en total continencia. 

CEC 1651.  Respecto a los cristianos que viven en esta situación y que con frecuencia conservan la fe y desean educar cristianamente a sus hijos, los sacerdotes y toda la comunidad deben dar prueba de una atenta solicitud, a fin de aquellos no se consideren como separados de la Iglesia, de cuya vida pueden y deben participar en cuanto bautizados:

Se les exhorte a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar sus hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios (FC 84).

 

Pienso que, precisamente para ayudar a algunos esposos que sin llegar a estas situaciónes tan extremas, pudieran tener problemas difíciles de comunicación y convivencia, les podría venir bien leer  el libro del psicólogo Paulino Castells Fidelidad conyugalen el cual hace una reflexión y acercamiento al fenómeno de la fidelidad de la pareja y su enorme repercusión en la persona misma, en la familia y en la sociedad.

Published in: on abril 27, 2007 at 5:32 pm  Deja un comentario  

Matrimonio y familia VI

La naturaleza del matrimonio 

1. La realidad natural del matrimonio 
Hemos visto que los rasgos esenciales del matrimonio corresponde a la naturaleza del hombre y, por ello, la recta razón puede comprender su lógica interna propia –en la misma medida que puede comprender la naturaleza humana-  y descubrir sus exigencias intrínsecas. 

Vamos a estudiar ahora esos rasgos esenciales que hacen y definen el matrimonio como tal. Pero antes conviene aclarar que el término matrimonio designa corrientemente tanto el acto de casarse, (nos casamos, hacemos nuestra boda, o en el lenguaje más técnico celebración del matrimonio, pacto conyugal, o matrimonio in fieri), como  -en sentido mas propio-  la  unidad del varón y la mujer constituida por el acto conyugal (sociedad o comunidad conyugal, o matrimonio in facto esse). 

Se trata de dos realidades inseparables, ya que entre ellas se da una relación de causa _ efecto. Sin embargo conviene distinguir lo que corresponde al nacimiento del matrimonio de lo que pertenece a la vivencia del matrimonio ya nacido. Mientras que las vicisitudes que afectan a la celebración del matrimonio pueden determinar su nulidad, (es decir que sus contrayentes no queden vinculados), las que se producen en la vida matrimonial una vez celebrado validamente el matrimonio, ya no afectan por sí mismas al vínculo matrimonial –que por su propia naturaleza permanece mientras vivan ambos-, sino a la realización más o menos lograda, o frustrada, del destino común como cónyuges. 

2. El pacto conyugal, causa eficiente del matrimonio. 

    a) El consentimiento matrimonial

     El amor esponsal, como vimos en la lección anterior es el que se determina a elegir los medios idóneos para establecer una unión personal que tiene dos elementos: 

          La persona escogida, en cuanto sexualmente diferenciada y por tanto, complementaria

          El tipo de unión que permite y ofrece esa complementariedad natural: una unión total con esa mujer (en cuanto que es esta y es mujer) o con un varón (en cuanto es este y es varón).  

         ¿Cómo se llega a realizar esta unión? La Gaudium et spes dice un su número 48 que “la íntima comunidad conyugal de vida y de amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable” 

          Este específico acto de voluntad, actual, de presente, es insustituible, porque expresa y realiza la mutua entrega y aceptación de las propias personas de los contrayentes, de las que nadie, fuera de ellos puede disponer. Nadie, ningún poder humano puede suplir este acto de voluntad. 

            Para ser eficaz y dar lugar a un matrimonio valido el consentimiento debe reunir ciertas condiciones que expone el CEC n. 1625.  

Los protagonistas de la alianza matrimonial son un hombre y una mujer bautizados, libres para contraer el matrimonio y que expresan libremente su consentimiento. “Ser libre” quiere decir:— no obrar por coacción; — no estar impedido por una ley natural o eclesiástica. Unas son de derecho natural y otras, las establece el derecho de la Iglesia para los católicos para proteger así a las personas y a la institución matrimonial 

Otros puntos del Catecismo enseñan lo fundamental de cómo ha de ser tal consentimiento: 

1628.  El consentimiento debe ser un acto de la voluntad de cada uno de los contrayentes, libre de violencia o de temor grave externo (cf CIC, can. 1103). Ningún poder humano puede reemplazar este consentimiento (CIC, can. 1057, 1). Si esta libertad falta, el matrimonio es inválido.

1629.  Por esta razón (o por otras razones que hacen nulo e inválido el matrimonio; cf. CIC, can. 1095-1107), la Iglesia, tras examinar la situación por el tribunal eclesiástico competente, puede declarar “la nulidad del matrimonio”, es decir, que el matrimonio no ha existido. En este caso, los contrayentes quedan libres para casarse, aunque deben cumplir las obligaciones naturales nacidas de una unión precedente (cf CIC, can. 1071). 

1630.  El sacerdote (o el diácono) que asiste a la celebración del matrimonio, recibe el consentimiento de los esposos en nombre de la Iglesia y da la bendición de la Iglesia. La presencia del ministro de la Iglesia (y también de los testigos) expresa visiblemente que el matrimonio es una realidad eclesial.

1631.  Por esta razón, la Iglesia exige ordinariamente para sus fieles la forma eclesiástica de la celebración del matrimonio (cf Cc. de Trento: DS 1813-1816; CIC, can. 1108). Varias razones concurren para explicar esta determinación:— El matrimonio sacramental es un acto litúrgico. Por tanto, es conveniente que sea celebrado en la liturgia pública de la Iglesia. — El matrimonio introduce en un ordo eclesial, crea derechos y deberes en la Iglesia entre los esposos y para con los hijos. — Por ser el matrimonio un estado de vida en la Iglesia, es preciso que exista certeza sobre él (de ahí la obligación de tener testigos).— El carácter público del consentimiento protege el “Sí” una vez dado y ayuda a permanecer fiel a él. 

b) Objeto del consentimiento matrimonial 

Lo que los contrayentes quieren al expresar su voluntad para que esta produzca su efecto propio es precisamente contraer matrimonio: no sería suficiente querer establecer otro tipo de relación personal.

El consentimiento por el que los esposos se dan y se reciben mutuamente es sellado por el mismo Dios (cf Mc 10,9). De su alianza “nace una institución estable por ordenación divina, también ante la sociedad” (GS 48,1).

La alianza de los esposos está integrada en la alianza de Dios con los hombres: “el auténtico amor conyugal es asumido en el amor divino” (GS 48,2).

Lo que se origina no es un consentimiento para el intercambio de ciertas prestaciones recíprocas de servicios, económicas, sociales, etc, sino de una mutua entrega y aceptación que comprende a toda la persona. En cuanto a su bien personal como cónyuge y en cuanto a su potencial paternidad o maternidad como fruto de la mutua entrega conyugal. Por tanto no sólo están casados, sino que son cónyuges y, por serlo se deben el uno al otro perpetuamente y en exclusiva las obras propias del amor conyugal.

3. Ya no son dos, sino una sola carne

     a) la esencia del matrimonio

     Al exponer la doctrina del matrimonio, el Concilio Vaticano II indicó con precisión la característica que lo distingue esencialmente de cualquier otra posible relación entre mujer y varón: “ el marido y la mujer (…) por el pacto conyugal ya no son dos, sino una sala carne (Mt 19,6) (Gaudium et spes, 48) 

     La expresión bíblica una sola carne( Gen 2, 24), recordada por Jesús en el pasaje evangélico que cita el Concilio, apunta efectivamente a la esencia del matrimonio: esta es la realidad estable y permanente –esencial– que constituye el ser del matrimonio. De ella proviene el obrar, el desarrollar la existencia, siendo matrimonio: en un consorcio (compartiendo la misma suerte) de toda la vida, para realizar una comunidad de vida y amor. 

     Y ese ser “los dos una sola carne” se realiza por el vínculo jurídico que une a los esposos en virtud del consentimiento matrimonial. Un vinculo “superior a cualquier otro tipo de vinculo interhumano, incluido el vínculo con los padres: ‘por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne (Gen 2, 24) (Juan pablo II Discurso a la Rota Romana 1991, n. 2) 

     b) Una unidad en la naturaleza 

     Para evitar malentendidos, antes de seguir adelante aclaremos qué significa que se trate en este caso de un vínculo jurídico, no vaya a ser que después de todo el preámbulo antropológico del que hemos hablado vengamos a pensar que esto del vinculo conyugal es un añadido legal impuesto desde fuera de él, como si fuera un recurso de “leyes” o de los “papeles” 

      Nada más lejos de la realidad. El sentido de la afirmación es el siguiente: como sabemos la complementariedad natural de los sexos permite que un varón y una mujer, mediante su libre entrega matrimonial se otorguen el uno al otro una participación en el dominio que cada uno, por ser persona, tiene sobre su propio ser en los aspectos conyugales (es decir, en todo aquello en que son complementarios como varón y mujer). 

      Pero esa participación no consiste en una fusión personal (de modo que de dos personas venga a ser una tercera que las sustituya: no es este el sentido de una sola caro), ya que nadie puede ser otra persona distinta. Se trata precisamente de otorgarse una participación jurídica, por la que ambos se hacen coparticipes y coposesores mutuos. 

      Por el pacto conyugal, en efecto, cada cónyuge en todo lo conyugal ya no se pertenece, sino que forma parte del ser del otro y se debe a él. En frase de Juan Pablo II “el amor conyugal no es tan solo ni sobre todo un sentimiento; es, por el contrario, y esencialmente, compromiso que se asume mediante un acto de la voluntad bien determinado. Precisamente esto califica dicho amor haciéndolo conyugal(…) entrando en juego la fidelidad del amor. Mi antecesor el Papa Pablo VI afirmaba sintéticamente (…): ‘el amor pasa, de ser un sentimiento mutuo de afecto a convertirse en deber vinculante’  ((Discurso a la Rota Romana, 1999, n. 3) 

      Por tanto, que el vínculo sea jurídico no significa que se trate de una obligación establecida por la ley, o por un poder ajeno a los esposos, sino que la copertenencia mutua entre los cónyuges es, por naturaleza una relación de justicia y, por tanto, debida. Se trata pues de una deuda personal que nace del libre compromiso dado, pero que, una vez nacida, ya no puede revocarse, siempre será debido, debito conyugal 

CEC 1638.  “Del matrimonio válido se origina entre los cónyuges un vínculo perpetuo y exclusivo por su misma naturaleza; además, en el matrimonio cristiano los cónyuges son fortalecidos y quedan como consagrados por un sacramento peculiar para los deberes y la dignidad de su estado” (CIC, can. 1134)

Published in: on abril 25, 2007 at 4:38 pm  Deja un comentario  

Compartir el tesoro

         Ya estoy de vuelta en Gijón después de unos días de estudio y descanso en Córdoba. De vuelta al tajo, cuando veníamos ayer en el coche pusimos un casette de Las confesiones de San Agustín, como un texto para lectura espiritual; pasaron quince minutos y era tal la fuerza, la viveza y la actualidad de lo que se nos contaba por el santo que seguimos y seguimos escuchando la cinta hasta su conclusión. Y es un texto que los dos que íbamos en el coche ya conocíamos sobradamente. 

              Al llegar a Gijón, por la tarde descubrí un artículo sobre un pastor luterano, Juhani que ha conseguido tener todas las obras de San Josemaría traducidas por ahora al finés. Todo empezó en uno de sus viajes a Helsinki al visitar un centro de información católica donde encontró Tie, Camino en finés. Al comenzar la lectura se entusiasmó, pues descubrió por escrito aspectos de la vida interior que él había estado meditando. No pasó mucho tiempo antes de que Juhani adquiriera las otras obras de San Josemaría publicadas en finés. 

Pero no contento con eso, decidió, como el propio Juhani suele decir, que había que compartir ese tesoro con otras personas y organizó en su parroquia un seminario llamado Tras los pasos de Jesús, para difundir las enseñanzas de san Josemaría. Una vez al mes, veinte feligreses, la mayoría gente de edad laboral –lógicamente, todos luteranos-, se reunían para tratar y descubrir el contenido de las homilías  de Jumalan ystäviä, la versión finesa de Amigos de Dios. Los asistentes suelen comentar que enterarse de que el trabajo puede ser convertido en oración es un gran descubrimiento. 

                Antes de compartir este tesoro con los miembros de su parroquia, Juhani lo hizo con su familia. Lauri, uno de sus hijos tiene Tie en su mesita de noche. Él también se siente atraído por las enseñanzas de quien sabe santo sacerdote y espera conocerlas mejor pues Lauri quiere venir a vivir a la próxima residencia para estudiantes universitarios que, si Dios quiere, pronto abriremos en Helsinki. 

             Hay otras historias sobre Tie que muestran como el mensaje de San Josemaría está ayudando en sitios cercanos al Circulo polar Ártico a vivir mejor su fe, incluso a los no católicos. Hace casi quince años una persona del Opus Dei, recién llegada al país, regalo un ejemplar de Tie a un compañero del curso de finés al que asistía. Por diversas circunstancias, no pudo haber mucha continuidad en el trato y pasó el tiempo sin que volvieran a verse. Sin embargo hace poco más de un año, Adam y su mujer llamaron a isä Manuel y le dijeron que querían ser admitidos, junto con sus cinco hijos, en la Iglesia católica. Durante varios años habían estado madurando esta idea que había nacido a raíz de la lectura de Tie. Ahora se veían en condiciones de dar el paso. 

           Me he extendido en contar estas historias de cómo los buenos libros pueden hacer tanto bien a las personas cuando en la quietud de su corazón las meditan y valoran. Autores de siempre como San Agustín, u hombres de ahora como San Josemaría han escrito libros de fuego que prenden en quienes se acercan a ellos con búsqueda de verdad y afán de bien 

         Además de tantas librerías y bibliotecas existen, gracias a Dios, también algunos blogs que ponen a disposición de sus visitantes una buena cantidad de estos libros de calidad que con suma facilidad pueden bajarse al ordenador o a la agenda electrónica. Para comodidad de quien esto lea le facilito tres direcciones de estos sitios que están en mi lista de blogroll como son cyara, dudas y textos, y  Opus Dei al día. Espero que cunda la lectura de los buenos textos para salir de las posibles dudas. 

Published in: on abril 19, 2007 at 3:42 pm  Deja un comentario  

Cuidar el amor

           La persona casada como la soltera que ha hecho un pacto de amor por el “reino de los Cielos” ha de construir día a día el futuro de su amor tanto si es conyugal como si es total o virginal. El matrimonio es “promesa” de amor y no sólo “pacto” o convenio. “Hoy en día es frecuente una versión débil y pactista del amor, que consiste en renunciar a que no se pueda interrumpir. Este modo de vivirlo se traduce en el abandono de las promesas: nadie quiere hacer compromisos de elección futura, porque se entiende el amor como convenio, y se espera que dé siempre beneficios” (Ricardo Yepes, Manual de Fundamentos de antropología. Un ideal de la excelencia humana. ).

             Para tratar del amor por el Reino viene muy bien aquel punto 171 de Camino de San Josemaría: “El Amor… ¡bien vale un amor!” , pero también sirve para hablar del amor conyugal, pues el Amor con mayúscula, quiere decirse, por Dios, es para todos y ese Amor conviene “guardallo”, en expresión de tantos de nuestros escritores del Siglo de Oro.

              Podríamos pensar en que las cosas se pueden guardar de distinta manera y por motivos diversos. A veces se guardan las cosas por vergüenza o por un mal entendido sentido social de inferioridad, como esas noticias que, a veces, nos llegan de que han tenido escondido a un pobre enfermo años y años en condiciones infrahumanas, para que no lo vean; o se guardan y se encierran porque son un peligro, como los toros de las fincas de aquí de Córdoba, que dicen que sueltos no hacen nada, pero mejor verlos desde el otro lado de la cerca. No es este el caso del corazón.

             También se guardan los tesoros como hacen los piratas, aunque luego dejan sus planos del tesoro aunque sean escritos en el propio cuero cabelludo; o lo que me han contado que dicen que le pasó al Capitán Cortes, el de la Virgen de la Cabeza, que la escondió tan bien y sin decírselo a nadie, por seguridad, que después de su muerte en la defensa del Santuario, no han podido encontrar aún la verdadera y autentica imagen. O las porcelanas costosas de Sèvres en una vitrina para que la gente las admire. Tampoco es así como se ha de guardar el corazón.

             jardin de amorEl corazón sería mas bien como un jardín esplendoroso que queremos cultivar para nuestro Amado y que guardamos para que no entre quien no debe, que no tenga plagas, que los topos no le hagan galerías ni destrozos, que los pájaros no se coman los frutos, que en ellos no entre la gente para hacer botellones como pasa en algunos jardines como dicen que sucedeen el alcázar de Córdoba.

             Es algo precioso y por eso lo cuidamos y guardamos para nuestro Amor. Es una comparación muy añeja en la mística cristiana, como En la noche oscura de San Juan de la Cruz en cuya sexta canción se lee

                             En mi pecho florido,

                             que entero para él solo se guardaba,

                              allí quedó dormido,

                               y yo le regalaba,

                               y el ventalle de cedros aire daba.            

             O en El cántico espiritual de Santa Teresa de Jesús, en los versos de la Amada a partir de la canción 14                                   

                              Mi Amado, las montañas,

                              los valles solitarios nemorosos,

                              las ínsulas extrañas,

                              los ríos sonorosos,

                              el silbo de los aires amorosos, 

                              la noche sosegada

                              en par de los levantes del aurora,

                              la música callada,

                              la soledad sonora,

                              la cena que recrea y enamora. 

                              Cazadnos las raposas,

                              que está ya florecida nuestra viña,

                              en tanto que de rosas

                              hacemos una piña,

                              y no parezca nadie en la montiña.

              O en tiempos más recientes El jardín del Amado del inglés Robert E. Way del que podemos ver un capítulo sobre la valoración de los bienes del amor.

             Así describía aquel cuidado del jardín, San Josemaría en uno de sus Apuntes íntimos:                        

“Jesús, que mi pobre corazón sea un paraíso donde vivas Tu: que el ángel de la guarda lo custodie con espada de fuego con la que purifique todos las afectos antes de que entren en mi pobre corazón (Cuadernos IV n. 397, 17-XI-1931)

             Guardar el corazón es, pues, cuidarlo, mimarlo, educarlo, exigirle cuando se pone tonto. Como en un jardín, se le riega y se le abona, se le limpia y también se poda y a veces se arrancan los árboles dañados por la procesionaria para que no afecte a los demás. Y no dejamos que entren animalejos ni alimañas, por eso vigilamos las entradas que son los sentidos externos, la vista (que trata de  trabajar por la calle, en la tele, en Internet, que se fija demasiado en las personas con las que trabajamos o tratamos), el oído (en conversaciones, en la radio), el gusto en general (comidas, aficiones, inclinaciones) para que en nuestro corazón entren muchas cosas y personas, pero siempre para servicio del Dueño del corazón. También tenemos centinelas en las potencias internas, “los ojos del alma” en expresión de San Josemaría: memoria, imaginación (la loca de la casa), cavilaciones, preocupaciones etc. para que estén al servicio del Amor. Estos centinelas han de ser rápidos e intrépidos como leemos en Camino n. 167«¡Ah, si hubiera roto al principio!», me has dicho. -Ojalá no tengas que repetir esa exclamación tardía”.            

               Otro campo interesante para tener el corazón bien dispuesto a un amor entregado es evitar todo aburguesamiento acomodaticio al mínimo esfuerzo, al ir tirando, como también lo aconseja San Josemaría en Forja n. 89:

 “Contra la vida limpia, la pureza santa, se alza una gran dificultad, a la que todos estamos expuestos: el peligro del aburguesamiento, en la vida espiritual o en la vida profesional: el peligro -también para los llamados por Dios al matrimonio- de sentirse solterones, egoístas, personas sin amor.

-Lucha de raíz contra ese riesgo, sin concesiones de ningún género.”

           Porque como explica en la homilía de La vocación cristina en su libro Es Cristo que pasa el propio Fundador del Opus Dei   

“La concupiscencia de la carne no es sólo la tendencia desordenada de los sentidos en general, ni la apetencia sexual, que debe ser ordenada y no es mala de suyo, porque es una noble realidad humana santificable. Ved que, por eso, nunca hablo de impureza, sino de pureza, ya que a todos alcanzan las palabras de Cristo: bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios [Mt V, 8.]. Por vocación divina, unos habrán de vivir esa pureza en el matrimonio; otros, renunciando a los amores humanos, para corresponder única y apasionadamente al amor de Dios. No es negación, es afirmación gozosa.(…)Decía que la concupiscencia de la carne no se reduce exclusivamente al desorden de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de vibración, que empuja a buscar lo más fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios”

            Por ello, lo propio de los cristianos que quieren amar con un amor hermoso no es solo vigilar para que no haya malas hierbas, sino también para que en nuestro corazón haya afectos acordes con el amor de los amores, Jesucristo. Hemos de tener el corazón también lleno de personas queridas por razón de familia, de amistad, de trato apostólico, etc como corresponde a un corazón vivo y vibrante. Si toda esta gente está en el jardín a gusto y bien cuidados y llegara alguien no invitado que se ha colado por algún centinela despistado, pongamos por caso, entre todos le echarán, o él mismo se irá al ver que está fuera de lugar. 

            Si nos ponemos en el caso de la castidad matrimonial cuidar el jardín del amor puede tener dos aspectos: “afirmación afirmativa” y “negación afirmativa”

           a) “Afirmación afirmativa”

            La virtud de la castidad en la vida conyugal lleva a fomentar positivamente el amor hacia el otro cónyuge, con ingenio. Algunas posibles manifestaciones: dedicar cada día unos minutos a pensar muestras de cariño y delicadeza para con el cónyuge; expresarle con frecuencia que se le ama y agradecerle que se lo diga; procurar sorprender con algún detalle que no esperaba y que manifiesta interés; encontrar ratos para estar, conversar y descansar a solas, en las mejores condiciones posibles, y fomentar la atracción mutua.

          b) “Negación afirmativa”

          Consiste en evitar todo lo que pudiera enfriar ese amor. El sentido de esa “negación” es eminentemente positivo: se trata de que el amor conyugal crezca. Se ha de saber guardar las distancias con personas del otro sexo en el ambiente de trabajo, o de estudio, o en viajes, etc. El hecho de estar casados no debe llevar a quitar importancia a familiaridades. Las manifestaciones de confianza que se tienen con el propio cónyuge se deben evitar con otras personas. Por ejemplo: no quedarse a solas en una habitación, o en el coche, o en un viaje profesional, etc.; no hablar de los problemas personales que se hablan con el propio cónyuge, ni escucharlos admitiendo confidencias íntimas que pueden crear lazos, ni buscar en esas otras personas la “comprensión” que no se encuentra en el cónyuge, etc. En este punto es fácil ser ingenuos, olvidando que a veces cualquier otra mujer o cualquier otro varón está en mejores condiciones que el propio cónyuge para presentar “intermitentemente” su cara amable. Es un error pensar que se pueden guardar menores cautelas con las personas de otro sexo que sean físicamente menos agraciadas. La experiencia dice que en estos casos se dan con más facilidad confidencias impropias y espacios de intimidad que al principio parecen insignificantes (un problema de un hijo, un proyecto matrimonial que se contrasta, un consejo para el regalo al propio cónyuge…), pero que va tejiendo una red de hilillos que se hace difícil cortar, y que a veces casi ni se percibe como algo negativo, hasta que un día, en un momento de especial sensibilidad y de menores defensas se puede caer en una grave infidelidad.

              El momento que vivimos puede llevar a insistir más en la negación, por las múltiples sugestiones del ambiente. Sin embargo es más importante la “afirmación afirmativa”. Hay que animar a las personas casadas a empeñarse en conquistar al esposo o la esposa una y otra vez, amándoles como desean ser amados; a saber alimentar un amplio ámbito de intimidad matrimonial, compartiendo los pensamientos, comunicando oportunamente los estados de ánimo, buscando formar un solo corazón.

                  La idea de cuidar el jardín del corazón tanto los casados como los que han dado entero su corazón para Dios es la del punto 133 de Camino “Los santos no han sido seres deformes; casos para que los estudie un médico modernista. Fueron, son normales: de carne, como la tuya —Y vencieron.»

                Y está ya expresada en una carta del Autor de abril del 1938 dirigida a un joven ingeniero, al que exhorta a la fidelidad: «Los santos –que no eran seres deformes, sino bien conformados, como tú y como yo– sentían esa «natural» inclinación (…) Por eso, visto el camino, veo –si no hay otros motivos: cuando nos veamos, charlaremos- veo que una cara bonita no debe ser obstáculo para un hombre decidido y bien enamorado» (Carta del Autor, Burgos 8.IV-1938)                         Visto el camino, he aquí la clave para la fidelidad tanto de unos como de otros, la clave para cuidar que el jardín del amor de frutos auténticos en ellas y en ellos.

Published in: on abril 7, 2007 at 4:57 pm  Deja un comentario  

El gran silencio

           Ayer, tarde del Viernes Santo vi la película-documental El gran silencio de Philip Gröning,  que se anuncia con esta trilogía Silencio, Ritmo, Repetición, y muestra por primera vez el día a día dentro del «Grande Chartreuse» el monasterio de referencia en los Alpes franceses de la legendaria orden de los Cartujos. Una película austera, cercana a la meditación, al silencio, a la vida en estado puro. Sin música excepto los cantos de los monjes, sin entrevistas, sin comentarios, sin material adicional, sin concesiones a la emotividad. Cambian las estaciones, los elementos cotidianos se repiten. Una película que no solo representa un monasterio sino que se transforma en uno. Una película sobre la presencia absoluta, sobre unos hombres que entregaron su vida a Dios en su forma más pura: la contemplación.

            Descenso a los infiernosHoy, Sábado Santo, día alitúrgico, no tenemos otra cosa para contemplar que al Señor muerto en el interior del sepulcro, en el misterio del descenso a los infiernos, a rescatar para llevarlos al Paraíso a aquellos que esperaron y ansiaron su venida: cómo le esperaría San José, que alegría al ver a su Maestro en el que fue su Discípulo; cómo le recibiría Juan Bautista, el precursor al ya Mostrado. En este Sábado santo una mujer, Santa María, sabía que era cuestión de horas: su silencio era de amor y de alegría esperanzada, que es la auténtica contemplación.

             El gran silencio, también así se llama una famosa homilía antiquísima acerca del grande y santo Sábado, que leemos los sacerdotes en el Oficio de Lecturas del día de hoy: por su valor extraordinario en tantos sentidos permitirme que os la transcriba para que también vosotros podáis contemplar el misterio de Cristo muerto:

             El descenso del Señor al abismo¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey duerme. La tierra está temerosa y sobrecogida, porque Dios se ha dormido en la carne y ha despertado a los que dormían desde antiguo. Dios ha muerto en la carne y ha puesto en conmoción al abismo.Va a buscar a nuestro primer padre como si éste fuera la oveja perdida. Quiere visitar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte. Él, que es al mismo tiempo Dios e Hijo de Dios, va a librar de sus prisiones y de sus dolores a Adán y a Eva.El Señor, teniendo en sus manos las armas vencedoras de la cruz, se acerca a ellos. Al verlo, nuestro primer padre Adán, asombrado por tan gran acontecimiento, exclama y dice a todos: «Mi Señor esté con todos.» Y Cristo, respondiendo, dice a Adán: «Y con tu espíritu.» Y, tomándolo por la mano, lo levanta, diciéndole: «Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo será tu luz.Yo soy tu Dios, que por ti y por todos los que han de nacer de ti me he hecho tu hijo; y ahora te digo que tengo el poder de anunciar a los que están encadenados: «Salid», y a los que se encuentran en las tinieblas: «iluminaos», y a los que duermen: «Levantaos.»A ti te mando: Despierta, tú que duermes, pues no te creé para que permanezcas cautivo en el abismo; levántate de entre los muertos, pues yo soy la vida de los muertos.

            Levántate, obra de mis manos; levántate, imagen mía, creado a mi semejanza. Levántate, salgamos de aquí, porque tú en mí, y yo en ti, formamos una sola e indivisible persona.Por ti, yo, tu Dios, me he hecho tu hijo; por ti, yo, tu Señor, he revestido tu condición servil; por ti, yo, que estoy sobre los cielos, he venido a la tierra y he bajado al abismo; por ti, me he hecho hombre, semejante a un inválido que tiene su cama entre los muertos; por ti, que fuiste expulsado del huerto, he sido entregado a los judíos en el huerto, y en el huerto he sido crucificado.Contempla los salivazos de mi cara, que he soportado para devolverte tu primer aliento de vida; contempla los golpes de mis mejillas, que he soportado para reformar, de acuerdo con mi imagen, tu imagen deformada; contempla los azotes en mis espaldas, que he aceptado para aliviarte del peso de los pecados, que habían sido cargados sobre tu espalda; contempla los clavos que me han sujetado fuertemente al madero, pues los he aceptado por ti, que maliciosamente extendiste una mano al árbol prohibido.Dormí en la cruz, y la lanza atravesó in¡ costado, por ti, que en el paraíso dormiste, y de tu costado diste origen a Eva. Mi costado ha curado el dolor del tuyo. Mi sueño te saca del sueño del abismo. Mi lanza eliminó aquella espada que te amenazaba en el paraíso.Levántate, salgamos de aquí. El enemigo te sacó del paraíso; yo te coloco no ya en el paraíso, sino en el trono celeste. Te prohibí que comieras del árbol de la vida, que no era sino imagen del verdadero árbol; yo soy el verdadero árbol, yo, que soy la vida y que estoy unido a ti. Coloqué un querubín que fielmente te vigilara; ahora te concedo que el querubín, reconociendo tu dignidad, te sirva.

              El trono de los querubines está a punto, los portadores atentos y preparados, el tálamo construido, los alimentos prestos; se han embellecido los eternos tabernáculos y moradas, han sido abiertos los tesoros de todos los bienes, y el reino de los cielos está preparado desde toda la eternidad.»

Published in: on abril 7, 2007 at 11:04 am  Comments (1)  

Matrimonio y familia V

La persona humana, masculina y femenina

 1. Varón y mujer: dos modos de ser persona humana

     La dimensión sexuada o sexualidad de la persona humana aparece clara en frase del CEC:

     «La sexualidad abraza todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su alma»

.     No es sólo una diferencia física, biológica o psíquica, sino además de todo esto es el modo humano de vivir como persona: se es persona desde y a través de la condición de varón o mujer.

      Además, como ya hemos visto, todo en el ser humano es imagen y semejanza de Dios; también el cuerpo, con todas sus características, pues es un cuerpo animado que constituye la persona humana Es en el cuerpo donde se da la masculinidad y la feminidad, pero toda la persona viene modalizada, se  configura enteramente en los dos modos de ser la persona humana, desde lo más material a lo más espiritual.

       En consecuencia, la afirmación de que el hombre es persona            

           “se aplica en la misma medida al varón y a la mujer,  porque los dos fueron creados a imagen y semejanza de un Dios personal” (Mulieris dignitatem, 6; cfr CEC 2331)

        Por ello, el varón y la mujer al ser persona humana son iguales en su naturaleza, en lo que son, en su dignidad de origen y en la grandeza del fin. Y a la vez son diversos, pues su participación en la común naturaleza humana se da según los dos modos distintos: se es persona masculina o persona femenina.  

 2. La sexualidad se da como complementariedad 

     No se trata por la condición sexuada de ser diversos como son distintos la encina de la higuera, por ejemplo, sino de una distinción que presenta una orientación de sentido, de tal modo que, justamente por se distintos, varón y mujer se complementan en aquello en que se diferencian, están hechos, desde este punto de vista “el uno para el otro” (ref. CEC 371 y ss). Esta verdad natural es de capital importancia y constituye ell presupuesto fundamental para comprender la naturaleza del matrimonio. Vayamos a desglosarla en varias afirmaciones sucesivas.

 a) La diversidad sexual es un hecho natural, no un producto

     Queremos decir con esto que el hecho de ser sexuada la persona humana es constatable en la normalidad del plano físico, biológico, psíquico, espiritual y social. Es una realidad anterior a pautas culturales o a comportamientos establecidos por unas sociedades determinadas, ni como fruto de una construcción jurídica determinada mas o menos artificial: es una realidad previa a toda sociedad, cultura y norma

      Reducir la dimensión sexuada a una opción sobre la oluntadón  sexual, como una más de las posibilidades abiertas a la libertad individual y susceptible de una sanción jurídica que la cohoneste, supone alterar la biología, la historia, la ciencia y el derecho. Pero sobre todo manifiesta una oluntad arbitraria, de sustituir las realidad comprobable con el sentido  común, sin prejuicios, por una construcción ideológica: buena prueba de ello es que se intenta imponer con una deconstrucción ideológica y cultural previa. Como explica la doctora Elósegui en su libro “Hombres y Mujeres ante los Derechos Productivos y Reproductivos” vemos cómo esa  construcción de la identidad sexual al margen del sexo biológico es factible debido a la libertad humana y a que los seres humanos no estamos determinados por  la biología. Pero el que lo podamos hacer (siempre dentro de unos márgenes, ya  que no podemos cambiar nuestro ADN masculino o femenino), no quiere decir que el  saldo sea positivo, sino que afectará a la construcción de la personalidad. De manera que el resultado no es indiferente. b) Mujer y varón son complementarios por su diversidad sexual.

      La complementariedad viene asentada específicamente por el hecho de la diferenciación sexuada. Y la dimensión sexuada no se reduce a unas diferencias superficiales. Afecta a toda la persona, con su profundidad propia y por eso aporta una riqueza en el modo de ser que es, en parte, característica del varón o de la mujer.

       A cada una de las dos modalidades de la persona humana corresponden variedades y matices propios en el modo de percibir la realidad, de responder a estímulos o situaciones determinadas, de valorar, de sentir, Pero, en rigor, no hay cualidades o defectos exclusivamente masculinos o femeninos. Cualquiera de ellos, más o menos típicos de unos o de otras, (fortaleza, ternura, competitividad, intuición etc, etc) se dan tanto en el varón como en la mujer, aunque estadísticamente algunos se den con acentos diversos en uno y otra. Como manifiesta la catedrática doctora Jutta Burggraf “Probablemente nunca será posible determinar con exactitud científica lo que es “típicamente masculino” o “típicamente femenino”, pues la naturaleza y la cultura, las dos grandes modeladoras, están entrelazadas, desde el principio, muy estrechamente.”

       Tampoco la complementariedad se expresa adecuadamente por el símil popular de la media naranja. En primer lugar, una media naranja es la mitad de algo y en cambio una persona ya es una unidad completa en sí misma. En segundo lugar una media naranja es naranja del mismo modo que la otra mitad, mientras que la persona masculina y la femenina son modalizaciones diferentes del ser humano personal.                

        Por último dos medias naranjas no se atraen entre si, no interactúan entre sí ( a lo sumo se yuxtaponen completando una naranja entera, mientras que el varón y la mujer están constituidos de tal modo que se actúan atrayéndose uno respecto del otro: como sigue diciendo Burggraf  “Por esto, el varón tiende “constitutivamente” a la mujer, y la mujer al varón. No buscan una unidad andrógena, como sugiere la mítica visión de Aristófanes en el “Banquete”, pero sí se necesitan mutuamente para desarrollar plenamente su humanidad.

          La complementariedad, por otro lado, no se queda en cada persona determinada en un plano abstracto o genérico, sino que ese es el presupuesto y el punto de partida que hace posible establecer una concreta y precisa relación interpersonal –entre ese hombre y esa mujer- que define y es propia del amor esponsal Es la enseñanza que señala el número 2333 del CEC                         

         Corresponde a cada uno, hombre y mujer, reconocer y    aceptar su identidad sexual. La diferencia y la complementariedad físicas, morales y espirituales, están orientadas a los bienes del matrimonio y al desarrollo de la vida familiar. La armonía de la pareja humana y de la sociedad depende en parte de la manera en que son vividas entre los sexos la complementariedad, la necesidad y el apoyo mutuos.

           Al mismo tiempo que hay otros niveles de comunicación entre personas por los que se establecen vínculos determinados, por ejemplo en cuanto parientes, vecinos, colegas, amigos etc. existe un plano potencial (como posibilidad natural) que viene dado específicamente por la diferencia de sexo en la persona y que se muestra como una peculiar estructura ontológica (es decir, asentada en el ser) de comunicación afectiva (con el otro), de  participación (en la intimidad del otro, por el conocimiento) y comunión interpersonal (por la relación amorosa). En efecto, nos enseña el CEC la condición sexuada 

           Concierne particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro. (2332)

       c) La inclinación natural entre los sexos

           La diversidad sexual se traduce espontáneamente en la inclinación y la atracción hacia la persona del sexo diferente.

            Normalmente esa tendencia sexual diferenciada se polariza hacia una persona concreta y se encauza por el amor. Queremos decir que la sexualidad al ser una dimensión de toda la persona –unidad de cuerpo animado, no sólo impulso corporal o afectividad sensible sino también entendimiento y voluntad- inclina no imponiéndose automáticamente al sujeto, dominándolo, sino que orienta su voluntad y le invita a ponderar.

             La atracción física suele ser el primer impulso en el amor matrimonial. Hay cónyuges que pretenden instalarse en este nivel, con la perniciosa consecuencia de que la incapacidad de trascender esta sensación y convertirla primero en hondo sentimiento y después en amor cabal, conduce irremisiblemente a tratar a la persona como si fuera una cosa, un objeto ¿Es malo este nivel? No. El error consiste en considerarlo esencial y quedarse en él. En realidad ahí comienza, pero no acaba el amor.                

             El siguiente nivel es el enamoramiento. Lo que impulsa a decir, más allá de la atracción física: ¡qué bien se está contigo! Es un nivel más elevado que el anterior, al que engloba y asume. Se va descubriendo y apreciando la personalidad del cónyuge, sus cualidades morales, su modo de ser. También hay quien se instala en esta fase de un sentimiento agradable, incluso embriagador.

               El amor de la voluntad. En opinión de Javier Vidal_Quadras en su libro Después de amar te amaré, es el nivel plenamente humano, el de la voluntad inteligente y libre que decide amar al cónyuge y entregarse a hacerle feliz, más allá de las sensaciones y sentimientos que le suscita. Una voluntad que, por así decir, agarra con fuerza el corazón y lo lleva donde quiere: a la persona amada, en todo momento, lugar y circunstancia. Una voluntad que afirma: amo y quiero amar cada vez más. Como ha escrito un clásico de la literatura: “No me he casado contigo sólo porque te quería, sino para quererte cada día más”.

                  Lo propio de la persona humana es integrar en una unidad de sentido todas las diversas inclinaciones, instintos, emociones, etc –fisiológicas y afectivas- que experimenta. Esta unificación o coherencia viene dada por el acto de la voluntad por el que elige y ordena sus acciones libres al fin que entiende, por su inteligencia, como su fin integral.

                  Por ello, la inclinación sexual es normal y natural, en el sentido de que ordinariamente se da en toda persona, varón o mujer, normal y naturalmente constituida, a partir de la pubertad. Pero la respuesta personal a esa inclinación no procede sólo de la fuerza de la naturaleza, sino de la fuerza de la libertad, por aquello de que se acoge o rechaza tal atracción o la atracción de tal o cual persona. Efectivamente una atracción enamoradiza puede acaecer de casi infinitas maneras pero nadie se enamora sin querer, sin contribuir, quizá inconscientemente, a dejarse enamorar.

             d) Por la propia naturaleza existe una relación –radical, originaria y exclusiva- entre la unión sexual del varón y la mujer y la posibilidad de engendrar.

                 Es una vinculación ciertamente biológica, a primera vista análoga a la que existe entre cualquier animal macho y hembra de las especies sexuadas. Pero no olvidemos que estamos hablando de modos de ser persona humana en su masculinidad o feminidad y por tanto la unión corporal de varón y mujer es además expresión –mediante el lenguaje del cuerpo– del don de si misma de la propia persona.

                Aquí radica la cuestión de que  el hecho biológico de la relación sexual no lo explica todo, sino que reclama por la dignidad personal de la entrega una peculiar y especial comunión personal entre ellos. Esos actos han de estar revestidos, además de su orientación natural, de una expresión personal como único principio potencial de una vida personal humana que exige ser acogida y educada en el seno de una comunidad de vida y amor estable en sus progenitores.

               Si no existiera esa vinculación permanente, la unión sexual expresaría en el lenguaje del cuerpo una mentira o a lo más una verdad a medias: se mantiene el significado biológico e incluso el afectivo, pero  se carece de la plena significación personal. Es por esto, y no por que esté supuestamente pasado de moda, el que las relaciones sexuales fuera del matrimonio sean intrínsecamente desordenadas

CEC 2361.  ‘La sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se dan el uno al otro con los actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal. Ella se realiza de modo verdaderamente humano solamente cuando es parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la muerte’ (FC 11).

 3. De la atracción al amor esponsal y conyugal.

    El paso desde la genérica inclinación natural hacia el otro sexo al amor esponsal de la unión conyugal es un camino a recorrer mediante el ejercicio de la libertad mediante un itinerario que en líneas generales va así 

     Benedicto XVI ha recordado que “los antiguos griegos dieron el nombre de eros al amor que nace entre el hombre y la mujer , que no nace del pensamiento o de la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano (Enc. Deus caritas est, 3). El eros, como amor-deseo no es el punto final, pero sí puede ser un punto de partida.

     Cuando un hombre y una mujer concretos deciden cultivar su mutua atracción, inician un particular proceso de comunicación personal, lo que podíamos llamar noviazgo, relaciones, etc. Claro está que aquí lo que prima es que las relaciones son por la diferencia varón-mujer y porque se ha iniciado un especial enamoramiento: es una comunicación en y desde lo específicamente diferente y complementario.                       

     Ese proceso de comunicación diferenciada los va introduciendo en una participación común en la intimidad masculina y femenina, que les va llevando a un deseo de amor esponsal, un amor que aspira a la entrega y posesión mutuas y conduce a ellas.

      Esta entrega o donación mutuas es el amor ágape, que reclama que en la donación recíproca este presente la totalidad de la persona toda en todo su ser, sin reservas ni mentiras, en toda su persona masculina y persona femenina, en la plena corporeidad animada.

        Esa entrega precisamente es la que se realiza por el “pacto conyugal” o matrimonial que es el acto conjunto por el que los dos se comprometen y constituyen en matrimonio. Sólo la entrega es verdaderamente conyugal si pasa a través de la aceptación por parte del otro, que a su vez se entrega y es recibido como cónyuge

         Este proceso no ocurre de la noche a la mañana, sino que existen unos sucesivos actos de libertad por los cuales se van explicitando el deseo del consentimiento matrimonial que les llevará un día a manifestarlo de hecho y explicito lo cual les llevará a ser cónyuges

         Así que ese amor que ha ido madurando para transformarse en conyugal lleva al acto del consentimiento recíproco en el momento de contraer matrimonio y es: 

            ·                  Fruto del amor (eros) que le dio origen y lo nutrió

            ·                  Expresión del amor presente, como don de sí y aceptación del otro (ágape)

            ·                  Compromiso de amor futuro que se entrega como algo debido desde ahora hasta siempre (ágape)

Published in: on abril 2, 2007 at 6:11 pm  Deja un comentario