La Iglesia ante el feudalismo

El Cristianismo sufrió la impronta feudal, en los tiem­pos oscuros de la génesis de la Edad Media. Las iglesias y sus titulares se vieron implicados en la tupida red de rela­ciones vasallático-beneficiales que articularon aquella so­ciedad. Las injerencias de los señores laicos en la vida eclesiástica produjeron una penosa decadencia moral, que en Roma dio lugar al llamado «Siglo de Hierro» del Ponti­ficado.

1. El siglo VIII presenció un profundo giro en la historia de la Cristiandad occidental; la razón principal estuvo en las nuevas relaciones establecidas entre la Santa Sede y el Reino de los francos. El Imperio oriental, que conservaba importantes dominios en Italia, había sido durante varios siglos el brazo secular protector del Pontificado romano y de sus dominios territoriales -el llamado «Patrimonio de San Pedro»-, siempre amenazados por sus inquietos vecinos, los longobardos. La protección bizantina se hizo menos eficaz a medida que el Imperio, progresivamente «orientalizado» y agobiado por la presión permanente del Islam, se desentendía cada vez más de Occidente. El Papado, necesitado de hallar un nuevo «brazo secular, volvió los ojos hacia el único Reino occidental que, tras el hundimiento de la España visigoda, estaba en condiciones de asumir aquella misión: el Reino franco, aquel cuyo príncipe contemplara Avito de Vienne, cuando el bautismo de Clodoveo, como el monarca católico de Occidente.

2. La coyuntura en el Reino franco era propicia. Pipino el Breve, el poderoso mayordomo de palacio, planteó en 750 al papa Zacarías una consulta de índole doctrinal, pero grávida en consecuencias políticas: ¿quién era más digno de llamarse rey, el que lo era sólo de nombre -el último merovingio- o aquel que detentaba el efectivo poder, esto es, el propio Pipino? La respuesta papal sancionó el final del Reino merovingio y el nacimiento de la Francia carolingia. En 753, el papa Esteban II confirió la unción regia a Pipino y a sus dos hijos, Carlomán y Carlos. Estos recibieron el título de «Patricio de los romanos», que les confería el derecho de intervenir en la administración de la Urbe y tutelar los Estados de la Iglesia, solar del poder temporal de los papas.

3. El proceso así iniciado culminó durante el reinado del hijo de Pipino, Carlomagno, uno de los grandes forja-dores de la Cristiandad medieval. La propagación de la fe y de la civilización cristiana, con la mira puesta en la instauración de la sociedad cristiana, fueron el objetivo fundamental de la política de Carlomagno. En la Navidad del año 800, Carlos fue coronado emperador en San Pedro de Roma por el papa León III. La coronación de Carlomagno encerraba extraordinaria significación: tras un eclipse de más de trescientos años, renacía el Imperio occidental, frente al griego del basileus de Constantinopla. El nuevo Imperio, cuya capitalidad estaba en Aquisgrán, era latino-germánico, pero sobre todo cristiano, con una misión de protección de la Iglesia y la Sede romana, principal incumbencia del oficio de emperador.

4. El Imperio de Carlomagno adolecía de fragilidad congénita, a causa, justamente, de haber sido ideado a la medida de la personalidad excepcional de su fundador. Por esa razón, a poco de morir Carlomagno se inició la decadencia carolingia, con los «repartos» territoriales, el decaimiento de la autoridad suprema y la crisis de la sociedad: la disgregación feudal sucedió al orden imperial y la Iglesia pagó también las consecuencias. Al desvanecerse la autoridad soberana, se multiplicaron los peligros de anarquía y las amenazas de normandos, sarracenos y magiares. Las gentes, incapaces de defenderse por sí mismas, buscaron protección en la única fuerza que podía prestarla, la casta nobiliaria militar, detentadora en exclusiva del poder efectivo y real. Una red de relaciones vasallático-beneficiales de patrocinio y de servicio, que ligaban al hombre con el hombre, articularon la sociedad feudal.

5. Las estructuras eclesiásticas sufrieron también el impacto del feudalismo. Los señores pretendieron nombrar a los rectores y obtener provecho económico de las «iglesias propias» erigidas por ellos en sus dominios para el servicio religioso de la población campesina. Análogos derechos trataron de ejercer en otras iglesias y monasterios que los tomaron por patronos y protectores. Los grandes quisieron disponer también de los patrimonios eclesiásticos en pro de sus guerreros, o bien designar a familiares y paniaguados como titulares de obispados y abadías, cargos estos apetecidos por la nobleza en razón de su poder social. Estos reiterados abusos no tenían sentido descristianizador, y creyentes sinceros eran los rudos guerreros que los cometían; pero provocaron una sensible secularización de la vida eclesiástica y un empobrecimiento moral de la sociedad.

6. El exponente más representativo del impacto producido por la crisis feudal en la Iglesia y en la sociedad cristiana fue el llamado «Siglo de Hierro» del Pontificado. Desde comienzos del siglo x hasta mediados del XI, se prolongó este período con una transitoria mejoría en la segunda mitad de la décima centuria. El oscurecimiento de la autoridad imperial dejó a la Sede Apostólica sin su protección e hizo que viniera a caer en manos de los inmediatos poderes señoriales: las facciones feudales dominantes en Roma. Clanes nobiliarios emparentados entre sí -la familia de Teofilacto, los Crescencios, los Tusculanos- sometieron a una tiránica opresión la Sede papal, pretendiendo ejercer sobre ella abusos semejantes a los que cometían los señores feudales en sus «iglesias propias». El «patricio» Teofilacto, las «senadoras» Teodora y Marozia, el «príncipe de los romanos» Alberico dispusieron a su antojo del Pontificado, que fue ocupado incluso por adolescentes e individuos de nivel personal lamentable. Puede considerarse un claro indicio de la asistencia divina a la Iglesia que el Pontificado sobreviviera a esta prueba y que ni en sus peores momentos se desviara lo más mínimo en la doctrina de la fe y la moral.

7. Pero no todo eran desórdenes y tinieblas en estos tiempos arduos de génesis del feudalismo, conocidos también con el apelativo de Saeculum obscurum. Por entonces, precisamente, germinaban varios procesos históricos que terminarían por confluir en los esplendores religiosos y culturales de la Cristiandad medieval. Uno de los factores de regeneración cristiana fue la erección de un monasterio destinado a ejercer grandísima influencia sobre la vida espiritual y social de Occidente: Cluny. La restauración monástica de la época carolingia, dirigida por el visigodo Benito de Aniano, había naufragado entre las violencias del desorden feudal, cuando la secularización de los monasterios hizo imposible la existencia en ellos de una auténtica vida religiosa. Cluny fue fundado en 909 por el duque Guillermo de Aquitania, en directa dependencia del Romano Pontífice y «exento» de toda autoridad inferior, eclesiástica o laical. El éxito de Cluny fue inmenso y otros muchos monasterios se sometieron a la gran abadía o nacieron como filiales de ésta. La llamada «Orden de Cluny» se extendió por todo el Occidente y llegó a contar con 1.200 monasterios y un ejército de monjes, tantos que se ha hablado de la Orden como de un «Imperio monástico». Los cluniacenses -los «monjes negros»- fueron un factor esencial del movimiento de renovación cristiana iniciado hacia la mitad del siglo XI.

9. Otro proceso destinado a ejercer profunda influencia en la historia de la Cristiandad europea se había iniciado en Alemania, también a principios del siglo X. Extinguidas las secuelas del pasado carolingio, los duques nacionales germánicos, en 919, restauraron la realeza, eligiendo por rey a Enrique I, duque de Sajonia; su hijo fue Otón I (936-973), un gran monarca que, al igual que Carlomagno siglo y medio antes, ha de ser considerado como otro de los grandes constructores de la Europa cristiana. Otón 1 llevó a cabo victoriosas campañas militares contra eslavos y magiares, que le rindieron vasallaje, y fortaleció su autoridad en el interior del reino. Como remate de su obra política, Otón fue coronado emperador en Roma, en febrero de 962: el Imperio germánico venía así a suceder al carolingio como Imperio cristiano occidental. Otón I asumió la misión de proteger los Estados Pontificios y el control de las elecciones papales, que de este modo quedaban a salvo de las intromisiones de los señores romanos. Esta situación se prolongó bajo los reinados de Otón II y Otón III (984-1002); y aunque la prematura muerte de este último fue aprovechada por las facciones romanas para renovar sus injerencias, los derechos imperiales sirvieron de título, cuarenta años más tarde, al enérgico Enrique III para una nueva intervención que puso definitivo término al dominio feudal sobre la Sede Pontificia.

Published in: on agosto 27, 2008 at 4:07 pm  Deja un comentario  
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