Formulas dogmáticas de la Fe

En los siglos que siguieron a la conversión del mundo antiguo, fue definida con precisión la doctrina acerca de verdades muy fundamentales de la fe cristiana. Se formuló la doctrina dogmática sobre la Santísima Trinidad, el Misterio de Cristo y la cuestión de la Gracia.

1. El período romano-cristiano revistió extraordinaria importancia desde el punto de vista doctrinal. Liberada la Iglesia, llegó el momento histórico de formular con precisión la doctrina ortodoxa acerca de algunas cuestiones fundamentales de la fe cristiana: la Santísima Trinidad, el Misterio de Cristo y el problema de la Gracia. La definición del dogma católico se llevó a cabo en medio de recias batallas teológicas frente a herejías que produjeron escisiones en el seno de la Iglesia, algunas de las cuales todavía perduran.

 2. La formulación del dogma trinitario fue la gran empresa teológica del siglo IV, y la ortodoxia católica tuvo al Arrianismo como adversario. El Arrianismo enlazaba con ciertas antiguas doctrinas que ponían el acento de modo exagerado y unilateral sobre la unidad de Dios, hasta el punto de destruir la distinción de Personas en la Santísima Trinidad -«Sabelianismo»- o de «subordinar» el Hijo al Padre, haciéndole inferior a Este -«Subordinacionismo»-. Un Subordinacionismo radical inspiraba las enseñanzas del presbítero alejandrino Arrio (256-336), que no sólo hacía al Hijo inferior al Padre, sino que negaba incluso su naturaleza divina. La unidad absoluta de Dios proclamada por Arrio llevaba a considerar al Verbo tan sólo como la más noble de las criaturas, no Hijo natural, sino adoptivo de Dios, al que de modo impropio era lícito llamar también Dios.

3. La doctrina arriana revelaba un claro influjo de la filosofía helenística, con su noción del Dios supremo -el Summus Deus- y un concepto del Verbo muy afín al Demiurgo platónico, ser intermedio entre Dios y el mundo, y artífice, a la vez, de la creación. La relación existente entre Arrianismo y filosofía griega explica su rápida difusión y la favorable acogida que encontró entre los intelectuales racionalistas impregnados de helenismo. Las consecuencias del Arrianismo para la fe cristiana eran gravísimas y afectaban al dogma de la Redención, que habría carecido de eficacia si el Verbo encarnado -Jesucristo- no fuera verdadero Dios. La Iglesia de Alejandría advirtió la trascendencia del problema y, tras intentar disuadir a Arrio de su error, procedió a condenarle en un sínodo de obispos de Egipto (318). Pero el Arrianismo se había convertido ya en un problema de dimensión universal que requirió la convocatoria del primer concilio ecuménico de la historia cristiana.

4. El concilio I de Nicea (325) significó un triunfo rotundo para los defensores de la ortodoxia, entre los cuales destacaban el obispo español Osio de Córdoba y el diácono -luego obispo- de Alejandría, Atanasio. El concilio definió la divinidad del Verbo, empleando un término que expresaba de modo inequívoco su relación con el Padre: homoousios, «consustancial». El «Símbolo» niceno proclamaba que el Hijo, Jesucristo, «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado» es «consustancial» al Padre. La victoria de la ortodoxia en Nicea fue seguida, sin embargo, por un «posconcilio» de signo radicalmente opuesto, que constituye uno de los episodios más sorprendentes de la historia cristiana. El partido filoarriano, dirigido por el obispo Eusebio de Nicomedia, logró alcanzar una influencia decisiva en la Corte imperial, y en los años finales de Constantino, y durante los reinados de varios de sus sucesores, pareció que el Arrianismo iba a prevalecer: los obispos nicenos más ilustres fueron desterrados y -según la gráfica frase de San Jerónimo- «la tierra entera gimió y descubrió con sorpresa que se había vuelto arriana».

5. Desde mediados del siglo IV, el Arrianismo se dividió en tres facciones: los radicales «anomeos», que hacían hincapié en la desemejanza del Hijo con respecto al Padre; los «homeos», que consideraban al Hijo homoios -es decir, semejante- al Padre; y los llamados semiarrianos -los más próximos a la ortodoxia-, para los cuales el Hijo era «sustancialmente semejante» al Padre. La obra teológica de los llamados «Padres capadocios» desarrolló la doctrina ni-cena y atrajo a muchos seguidores de las tendencias más moderadas del Arrianismo, que en breve tiempo desapareció del horizonte de la Iglesia universal, para sobrevivir tan sólo como la forma de Cristianismo profesada por la mayoría de los pueblos germánicos invasores del Imperio. La teología trinitaria fue completada en el concilio I de Constantinopla con la definición de la divinidad del Espíritu Santo, frente a la herejía que la negaba: el Macedonianismo. De este modo, antes de finalizar el siglo IV, la doctrina católica de la Santísima Trinidad quedó fijada en su conjunto en el «Símbolo niceno-constantinopolitano». Había, sin embargo, un aspecto de la teología trinitaria no declarado expresamente en el Símbolo: las relaciones del Espíritu Santo con el Hijo. Este punto daría lugar más tarde a la célebre cuestión del Filioque, destinado a convertirse en manzana de discordia entre el Oriente y el Occidente cristianos.

6. Definida ya la doctrina de la Santísima Trinidad, la teología hubo de plantearse de modo inmediato el Misterio de Cristo, no en relación con las otras Personas divinas, sino en sí mismo. La cuestión fundamental era, en sustancia, ésta: Cristo es «perfecto Dios y perfecto hombre»; pero ¿cómo se conjugaron en El la divinidad y la humanidad? Frente a esa pregunta, las dos grandes escuelas teológicas de Oriente adoptaron posiciones contrapuestas. La escuela de Alejandría hizo hincapié en la perfecta divinidad de Jesucristo: la naturaleza divina penetraría de tal modo a la humanidad –como el fuego al hierro candente- que se daría una unión interna, una «mezcla» de naturalezas. La escuela de Antioquia insistía, por el contrario, en la perfecta humanidad de Cristo. La unión de las dos naturalezas en El sería tan sólo externa o moral: por ello, más que de «encarnación» habría que hablar de «inhabitación» del Verbo, que «habitaría» en el hombre Jesús como en una túnica o en una tienda.

7. La cuestión cristológica se planteó abiertamente cuando el obispo Nestorio de Constantinopla, de la escuela antioquena, predicó públicamente contra la Maternidad divina de María, a la que negó el título de Theotokos -Madre de Dios-, atribuyéndole tan sólo el de Christotokos -Madre de Cristo-. Se produjeron tumultos populares y el patriarca de Alejandría, San Cirilo, denunció a Roma la doctrina nestoriana. El papa Celestino I pidió a Nestorio una retractación, que éste rehusó prestar. El concilio de Éfeso (431), reunido entonces por el emperador Teodosio II, tuvo un desarrollo muy accidentado, por la rivalidad entre obispos alejandrinos y antioquenos. Mas al final hubo acuerdo y se compuso una profesión de fe en la que se formulaba la doctrina de la «unión hipostática» de las dos naturalezas en Cristo y se llamaba a María con el título de Madre de Dios. Nestorio fue depuesto y desterrado; grupos de partidarios suyos subsistieron, sin embargo, en el Cercano Oriente y constituyeron una Iglesia nestoriana que, durante muchos siglos, desarrolló una importante obra misional por tierras de Asia.

8. El Patriarcado de Alejandría había alcanzado creciente poder en la primera mitad del siglo v y varios de sus obispos intervinieron activamente en asuntos internos de la propia iglesia de Constantinopla. Ocurrió, además, que tras la muerte de San Cirilo, las tendencias extremistas se impusieron en Alejandría. La doctrina de Éfeso de las dos naturalezas en la única persona de Cristo pareció insatisfactoria a los teólogos alejandrinos, por entender que dos naturalezas equivalía a dos personas; y afirmaron que en Cristo no habría más que una naturaleza, puesto que en la Encarnación la naturaleza humana había sido absorbida por la divina. Esta doctrina -Monofisismo- la anunció en Constantinopla el archimandrita Eutiques, que fue privado de su oficio por el patriarca Flaviano. Intervino entonces el patriarca de Alejandría, Dióscuro, que consiguió el apoyo del emperador Teodosio II. Un concilio reunido en Éfeso (449), bajo la presidencia de Dióscuro, se celebró bajo el signo de la violencia. El patriarca de Constantinopla fue depuesto y desterrado; se impidió la lectura de la epístola dogmática del Papa dirigida a Flaviano, de que eran portadores los legados pontificios, y se condenó la doctrina de las dos naturalezas en Cristo. El papa León Magno bautizó a esa asamblea con un apelativo que ha pasado a la historia: el «latrocinio de Éfeso».

9. Tan pronto como los emperadores Pulqueria y Marciano sucedieron a Teodosio II, el papa León pidió la reunión de un nuevo sínodo ecuménico: fue el concilio de Calcedonia (451). El concilio se adhirió de modo unánime a la doctrina cristológica contenida en la epístola de León Magno a Flaviano: «Pedro ha hablado por boca de León», aclamaron los padres. La profesión de fe que se redactó reconocía las dos naturalezas en Cristo, «sin que haya confusión, ni división, ni separación entre ellas». Pero el Monofisismo, lejos de desaparecer, echó raíces profundas en varias regiones de Oriente, y en particular Egipto, donde se tomó como bandera secesionista frente al Imperio. La condena del Monofisismo fue entendida como un ataque a su Iglesia y a las tradiciones de Atanasio y Cirilo. Un Patriarcado monofisita -que tenía tras de sí a los monjes y a la población indígena copia- surgió en Alejandría, frente al Patriarcado «melquita» o imperial.

10. Este contexto histórico explica los esfuerzos de los siguientes emperadores por hallar fórmulas de compromiso que, sin contradecir el Símbolo de Calcedonia, pudieran ser aceptables para los monofisitas y asegurasen la fidelidad de estas poblaciones al Imperio. En esta línea estuvo el Henotikon -edicto del emperador Zenon (482)- y la famosa cuestión de los «Tres Capítulos», promovida por Justiniano, que no logró sus propósitos y produjo, en cambio, reacciones desfavorables en Occidente. La tentativa más importante fue la patrocinada por el emperador Heraclio, esforzado defensor del Oriente cristiano frente a persas y árabes. El patriarca de Constantinopla, Sergio, pensó que, sin negar la doctrina calcedonense de las dos naturalezas, podía afirmarse que, en virtud de la unión hipostática, existió en Cristo una sola «energía» humano-divina -Monoenergismo- y que Cristo tuvo una sola voluntad -Monotelismo-. Heraclio sancionó esta doctrina por el decreto dogmático Ecthesis (638). La Ecthesis no solucionó nada, ni religiosa ni políticamente. Los monofisitas la rechazaron y en muy breve tiempo Palestina, Siria y Egipto cayeron en poder de los árabes. La cuestión cristológica llegó a su término cuando el concilio III de Constantinopla (680-681) -sexto de los ecuménicos-, sobre la base de las cartas enviadas por el papa Agatón, completó el Símbolo de Calcedonia, con una expresa profesión de fe en las dos energías y dos voluntades en Cristo. El Cristianismo monofisita ha perdurado hasta hoy en Egipto y Etiopía.

11. Las disputas trinitaria y cristológica tuvieron por principal escenario el Oriente. La única cuestión teológica de relieve planteada en Occidente fue la de la Gracia, centrada en el tema de las relaciones entre Gracia divina y libertad humana, y en consecuencia sobre la parte que corresponde a Dios y al hombre en la salvación eterna de la persona. El Pelagianismo -que toma su nombre del monje bretón Pelagio- tendía a minimizar el papel de la Gracia y exaltaba con radical optimismo la capacidad para el bien de la naturaleza humana, una naturaleza no dañada por el pecado original, que habría sido pecado personal de Adán, no transmitido a su descendencia. El gran adversario del Pelagianismo fue San Agustín, que prestó una decisiva contribución a la formulación de la doctrina católica de la Gracia. Pero San Agustín -en el ardor de la polémica-, para resaltar frente a Pelagio la gratuidad de la gracia de salvación, llegó a afirmar que la Voluntad salvífica de Dios no sería general sino particular y que los elegidos obtendrían la salvación no en atención a sus méritos personales, sino por la eficacia irresistible de la Gracia. Estas proposiciones no constituyen de ningún modo doctrina de la Iglesia. La doctrina católica fue formulada por el concilio II de Orange y confirmada por el papa Bonifacio II. El concilio declaró la incapacidad del hombre para obrar, por sus solas fuerzas, el bien sobrenatural; pero se rechazó la doctrina de la Voluntad salvífica particular de Dios y se condenó abiertamente la llamada «predestinación al mal».

 

Published in: on julio 21, 2008 at 3:48 pm  Deja un comentario  
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Mucha Gracia

Ya sabéis que D. Pedro Gutiérrez, universalmente conocido como D. Quirru, va mejorando poco a poco de su ictus cerebral. Con ocasión de la visita a Asturias del Prelado del Opus Dei, dio una muestra de la tal mejoría cuando nos dijo, como quien no quiere la cosa “El Padre trae mucha Gracia”

 

Ayer fue el domingo XV del tiempo Ordinario. En su liturgia del año A en el evangelio nos cuenta Jesús la parábola del sembrador. Fijaos con cuánta majestuosidad nos introduce Mateo en la escena: “Aquel día, salió Jesús de casa y se sentó a la orilla del lago. Y acudió a él tanta gente que tuvo que subirse a una barca; se sentó en la barca, y la gente  se quedó de pie en la orilla.

Les habló mucho rato en parábolas: Salió el sembrador a sembrar”.

 

Después el Señor al llegar a casa les dice “Vosotros oíd lo que significa la parábola del sembrador” y después de fijarse en los distintos supuestos les aclara “Lo sembrado en tierra buena significa el que escucha la palabra y la entiende; ése dará fruto y producirá ciento o sesenta o treinta por uno”

 

Con el paso de la semana uno ha tenido tiempo de repensar lo que hemos visto y oído en el sábado y domingo anterior y ciertamente es verdad lo que decía D. Quirru y escuchando la parábola del sembrador uno no puede menos que reconocer que el Padre ha derrochado la buena semilla entre nosotros y además con el símbolo de la gracia y la correspondencia humana del libro de Isaías de la primera lectura: “Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, (…)así será mi palabra, que sale de mi boca”

 

Me fijo en el fuerte y buen deseo de tanta gente de escuchar el mensaje del Prelado y no puedo menos de agradecer a D. Carlos Osoro, Arzobispo de Oviedo, el regalo que nos  ha hecho precisamente para que nos recuerde la doctrina perenne de san Pablo, que hoy se recogía en la segunda lectura “pero fue con la esperanza de que la creación misma se vería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios.(…) también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la hora de ser hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo”

 

La redención es fruto de la Cruz, nos recordaba el Padre: “En el leño de la Cruz, Cristo nos alcanzó la victoria definitiva. El Señor borró el pliego de cargos que nos era adverso (…) clavándolo en la cruz, leemos en la epístola a los Colosenses. (…).Nosotros hemos de unirnos a ese triunfo suyo, con una fe viva, con una esperanza segura, con una caridad ardiente”.

Published in: on julio 14, 2008 at 12:16 pm  Deja un comentario  
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